Desde los primeros momentos del triunfo revolucionario cubano el liderazgo político del país, encabezado por el entonces primer ministro de la República de Cuba Fidel Castro Ruz, manifestó en múltiples ocasiones la necesidad de combatir el racismo y la discriminación racial, como parte de la agenda de justicia social que se proponía el movimiento que enfrentó a la dictadura de Fulgencio Batista. La historiadora Milagro Alvarez Leliebre documenta con suma experticia los debates de ese primer año en el espacio público de la Isla, en su libro Entre la integración y el negrismo. La problemática racial en la prensa cubana (1959).[1]
Entre las filas de la dirigencia se encontraban importantes actores políticos, líderes sociales, intelectuales, académicos y escritores que durante el período republicano sostuvieron una firme militancia en el enfrentamiento a las manifestaciones de discriminación que tuvieron lugar en la sociedad cubana. Una parte trascendente de estas figuras, entre las que descollaban Juan Marinello Vidaurreta (1898-1977) y Salvador García Agüero (1907-1965), integraron la Asamblea Constituyente que aprobó la memorable carta magna de 1940, —reconocida en su época como la más progresista de Latinoamérica—, que logró integrar en sus estatutos un proyecto de ley contra la discriminación racial.
Otras personalidades como Walterio Carbonell (1920-2008), Blas Roca Calderío (1908-1987) y Nicolás Guillén Batista (1902-1989), también destacaron por su vinculación al proceso de cambio desde una proyección antirracista, sobre todo en sus contribuciones de análisis crítico ante las manifestaciones excluyentes en los espacios públicos, sociales y políticos en el país.
De igual modo, las figuras antes mencionadas plasmaron su visión para la posteridad desde una perspectiva descolonizadora del proceso social, en aras de aportar a la construcción de un modelo basado en preceptos de igualdad, que integrara los ideales de liberación y justicia restaurativa hacia las clases, sectores y grupos marginados por las narrativas de la historia nacional.
Las figuras antes mencionadas plasmaron su visión para la posteridad desde una perspectiva descolonizadora del proceso social.
En esa dirección, aunque desde una perspectiva radical anti-estalinista que es posible al día de hoy enmarcar en los fundamentos conceptuales del marxismo negro, se encontraba el posicionamiento del intelectual y jurista Juan René Betancourt Bencomo (1918-1976), partidario de incorporar al análisis de clase los factores subjetivos y culturales que inciden en la reproducción de las múltiples formas de discriminación que tienen lugar en la sociedad.
La cosmovisión emancipatoria del mencionado polemista y pensador, abarcó la agenda anti-sexista de mujeres negras en sus reclamos contra la servidumbre, el sometimiento y la opresión de género que sobre sus cuerpos persistía desde etapas coloniales, agudizadas por el racismo republicano. Empero, la audacia de su posicionamiento tropezó con los planteamientos verticalistas y centralizados que predominó a nivel de Gobierno en el tratamiento a la problemática racial desde 1959 hasta 1962, fecha en que varios especialistas aseguran que se produjo la cancelación pública sobre el tema, al manejarse exclusivamente en circuitos académicos y políticos caracterizados por el hermetismo institucional.
Las palabras de Fidel Castro en la Segunda Declaración de La Habana en 1962 marcaron un punto de giro sobre la temática, pues durante su intervención sostuvo que el proceso revolucionario le había propinado un golpe mortal a las manifestaciones de discriminación por motivos de «raza» en el país. Sus palabras dejaban a un lado el análisis de las profundas diferencias socioeconómicas existentes entre los distintos sectores del territorio nacional.
Las palabras de Fidel Castro en la Segunda Declaración de La Habana en 1962 marcaron un punto de giro sobre la temática.
Se impuso además, una política de no abordaje público del asunto bajo el argumento de «convocar a la unidad» ante los desafíos de agresión imperialista que pudieran socavar la soberanía mediante la división interna; lo cual no hizo más que omitir y sublimar los intereses de los grupos racializados, al tiempo que el pacto social solidificaba la hegemonía del «componente racial» que históricamente ocupó la jerarquía en la estructura socioclasista cubana, integrada por hombres blancos de clase media-alta, a pesar de su proclamada ideología «comunista». Es importante resaltar este elemento, dado que las proclamas igualitarias de la composición dirigente en sus ideales de abolición del Estado y las clases sociales, lejos de atenuar las diferencias, con el tiempo tendieron a profundizar las brechas.
Durante la etapa 1962-1990 existió un manejo estadocéntrico y burocratizado del fenómeno, expresado no solo en la abolición de las sociedades negras, sino también en la pérdida de su autonomía organizativa; sin obviar el cese forzoso en el funcionamiento de sus clubes, publicaciones y mecanismos de asociación independientes. Ante esa realidad contextual, el historiador Mario Castillo Santana expresó[2]:
La pronta sovietización del modelo cubano condujo igualmente a la satanización de las manifestaciones religiosas de origen africano, entendidas como cultos sincréticos pre-civilizatorios que serían abandonadas por el pueblo en la medida que sus niveles de instrucción se elevasen, acorde a la promoción doctrinal-teleológica del «ateísmo científico».
Dicha cosmovisión acentuada por los fundamentos dogmáticos del marxismo-leninismo, reproducía los patrones racistas que en torno a las prácticas culturales de matriz afrocubano existían en el país, incentivados por publicaciones académicas bajo preceptos higienistas y homogenizantes del Estado-nación moderno occidental. Así lo avalan algunos estudios de autores como Aníbal Argüelles Mederos, Ileana Hodge Limonta[3] y Pedro Serviat, entre otras/os, cuyas ideas quedaron plasmadas en decenas de revistas, libros y folletos bajo diversos sellos editoriales de instituciones científica