La brisa marina trae desde lo lejos ese olor a lluvia que todos conocemos. Es en el sur donde están los nubarrones grises, aunque aquí el sol todavía es fuerte. Un hombre sin camisa, sentado sobre una gran piedra, permanece inmóvil como un camaleón que estuviera mudando la piel. Me acerco pisoteando la hierba con la intención de que note mi presencia, pero él mantiene la vista posada en un saliente donde las pequeñas olas chocan una y otra vez contra las rocas. Me detengo a unos pasos, respetando su silencio, y luego de unos minutos soy también parte del paisaje, de la foto que yo mismo tomaría si pudiera estar en dos lugares al mismo tiempo. Mi respiración se sincroniza a la del hombre, y la de él, al vaivén de las olas. Un gato barcino se acerca grácil por el diente de perro y salta sobre su regazo.
—Dulcineíta —le dice y la acaricia. La gata se arquea de placer.
—Buenas. ¿Usted es de por el barrio? —le pregunto por decir algo.
—Yo vivo ahí hace veinte años —dice aún de espaldas a mí, sin sobresaltos, como si estuviera esperando alguna palabra mía—. Ahí, en el refugio.
Señala una especie de bunker construido para defender ese pedazo de costa de una posible invasión enemiga. Después veré una fecha escrita en el grueso concreto: 1973, octubre.
—¿Viniste a pescar algo? —pregunta y se gira hacia mí. En su voz y en sus ojos hay un tono, un gesto que no sé identificar—. Aquí viene mucha gente. A veces pescan y otras no. Depende.
—No, solo necesito una buena historia. ¿Cómo es eso de que vive ahí, por cierto?
—Me fui de la casa de mis padres. Estaba viviendo en una parte de la Ermita de Monserrate, antes de que la restauraran, y unos muchachos que fueron a cortar hierba para los caballos me dijeron que ahí era peligroso, que en la costa había un refugio parecido a una casa, y así fue que vine. Tuve que limpiarlo todo porque esto estaba lleno de basura y hasta de animales muertos que la gente tiraba.
Dulcinea acaricia con su cabeza al hombre. Pregunto si puedo hacer una foto, pero cuando saco la cámara la gata se asusta y huye.
–¿Vive con usted ahí?
–Ella y sus tres hijos. Y hay siete más que van y vienen. Son medio salvajes. ¿Tú eres periodista? Si quieres ven para que los veas.
Dentro del búnker la humedad es sofocante y pegajosa, pero uno siente confort pese, o gracias, a los metros de tierra que hay entre mi cabeza y el cielo. Esperaba que fuera más tenebroso, más como estar enterrado vivo. Sin embargo, el lugar es amplio y ordenado. Impera el vacío. Algo similar a la mente del hombre cuando miraba las olas chocar contra las rocas. Ningún pensamiento de más, ningún mueble de sobra: una colchoneta y una almohada en el piso, una silla de hierro, un recipiente para que los gatos tomen agua y una jaba bastante blanca colgada en la pared de un pasillo abovedado que se torna muy oscuro, mientras desciende hacia ninguna parte. Veo también unos pozuelos plásticos para la comida y los pomos donde acumula agua.
Emmanuell se llama el hombre, y me extenderá la mano con su carnet de identidad para que sepa cómo se escribe. Con dos M y doble L. Cumplió 53 un domingo bastante reciente. A la edad que tenía Jesús cuando la crucifixión, vino a vivir a esta especie de caverna. Veinte años no son nada, afirma Gardel, quien nunca estuvo expuesto a la humedad tan agresiva. «Padezco de artritis. Me duelen todas las articulaciones. Ahora estoy bien porque los pentecostales de una iglesia cercana me donaron los medicamentos. Yo no puedo vivir sin esos esteroides. A veces vienen aquí a leerme la Biblia, pero yo no creo en eso. Ellos nunca entran. Siempre nos vemos allá afuera».
Emmanuell suena un plato y salen tres gaticos desde los rincones oscuros: Aguinaldo, D´Artagnan y Emmanuell, hijos de Dulcinea. Corsario y Palomito también aparecen. El resto anda cazando o bajo las sombras de la uva caleta cercana. «Por la noche todos vienen y se acuestan conmigo. No es fácil. Yo trat