El conjunto escultórico de la entrada tiene forma de herradura, una de esas que los creyentes colocan detrás de las puertas de sus casas y que asocian con la buena fortuna, la prosperidad y la protección contra los malos espíritus. Hay, además, serpientes y otros animales recortados en metal, vaga referencia al cuadro La Jungla, de Wifredo Lam. La multitud reunida, casi todos vecinos de la parte más deteriorada y marginal del barrio Pueblo Nuevo, hacen silencio cuando una señora da de comer maíz a unos muñecos de trapo que cuelgan de las rejas. Luego los rocía con agua de coco, como purificándolos o como expurgándolos de toda culpa, no sé definir la intención, el significado del rito. En cualquier caso, esta tarde del 24 de junio habrá fuego, aunque la lluvia amenace.
Las nubes bailan su danza gris y los muñecos parecen hechos por niños apurados que no recibieron clases televisivas de educación musical. Están hechos sin gracia, quiero decir, rellenos de polvo y paja, o nailon y cartones, y su supuesta humanidad, más allá de esos brazos y piernas flácidos, se evidencia en unas sonrisas absurdas que denotan desconocimiento absoluto del final que la vida les depara, si se le puede llamar vida a eso.
Son esas sonrisas y ese desconocimiento los que igualan plenamente a los muñecos con los matanceros presentes en el Callejón de Las Tradiciones, dignos representantes de todos los cubanos. Nos diferencia que vivimos muchos años en la candela mientras que los muñecos serán devorados en breve por ella, para nuestro regocijo o beneficio, sin que haya piromanía o sadismo en tal acto. Es solo una tradición que heredamos en el siglo XIX de los catalanes que arribaron a la ciudad, según se cuenta, y las tradiciones nos dan un sentido de pertenencia e identidad y nos ayudan a comprender mejor nuestro lugar en el mundo, dicen.
Quizá para entender mejor cuál es ese lugar, el coordinador de la actividad cultural mira los granos de maíz sobre los adoquines en los que planta su huella, ve también el agua de coco derramada como lágrimas, y de inmediato levanta la vista a la multitud y habla sobre la aspiración común de que los días malos se vayan, de que las desgracias terminen, de que las nubes o Dios y todos los Santos dejen caer bendiciones sobre esta Isla marchita. Eso dijo, con palabras amables o similares que se perdieron en la voz mayúscula de la multitud, impaciente porque sonaran ya los tambores.
Desde el principio, fueron los tambores el motivo real de la reunión de tanta tropa: la conga, el goce desmedido y bien necesitado. Cuando hay música de tambores y trompetas el cuerpo no puede sino moverse libre al ritmo de esos toques ancestrales y la mente, para bien o para mal, olvida, deja de pensar, se convierte en materia bailadora. La sonrisa de muñeco pálido que con frecuencia llevamos en la cara se nos convierte en algo auténtico, cobra vida, se hace real y humana.
Por estos lares, el resultado de quemar muñecos el 24 de junio o el 31 de diciembre, de dar vueltas a la manzana con una maleta para que el año nuevo te sorprenda con un viaje o lanzar un cubo de agua puertas afuera, no tiene comparación con la alegría y la intensa vibra que se vive cuando suena la conga, porque el tambor es más fuerte.
De tradiciones está lleno el mundo. Se diferencian por la cantidad de personas que las comparten, por la intensidad de su arraigo y por su contenido. Hay tradiciones familiares, las hay compartidas por un barrio, por un pueblo, por un país o incluso por regiones más amplias. Hay tradiciones culinarias, arquitectónicas, deportivas… Famosas en Cuba son las Parrandas de Remedios