El 11 y 12 de julio de 2021 Cuba cambió. Cambió su historia; las concepciones sobre el carácter de los cubanos; la comprensión doméstica e internacional sobre la «inmovilidad» de nuestro pueblo; la forma en la que el Estado, el Gobierno y, en específico, sus fuerzas represivas se relacionaban con la ciudadanía.
En realidad, para que las manifestaciones de esos dos días ocurrieran y para que hayan seguido sucediéndose actos de protestas populares en diferentes lugares de Cuba en los últimos tres años, Cuba tenía que haber cambiado. El 11 y 12 de julio de 2021 fuimos testigos del desbordamiento de las energías del pueblo cubano retenidas durante décadas y eficientemente controladas por el Partido y Gobierno de la isla.
A inicios de julio de 2021, la protesta se sentía en el aire, se respiraba; por esa razón, no acepto el relato de la componenda para armar un lío en Cuba. No hay lío mayor que el hambre, el calor, la falta de medicamentos, los hospitales llenos de enfermos de COVID-19, la angustia de la gente porque la vacunación no llegaba a ellos. No se puede ocultar, además, que la situación se enardeció desde las redes sociales que abarrotaban el ciberespacio con los horrores de Cuba.
Desde finales de 2020, Cuba era otra. Se notaba la tensión entre el Gobierno y la nueva oposición, compuesta ahora por artistas, intelectuales, activistas feministas, por quienes defienden los derechos de las personas LGBTIQ+; por activistas antirracistas, animalistas, todos dispuestos a usar los espacios públicos, a manifestarse, tanto por sus derechos civiles y políticos, como por sus derechos sociales (los que cada día se acercaban más al panorama de limitaciones de los primeros).
Se sabía que el cierre de la Embajada de Estados Unidos y la imposibilidad de obtener una visa en La Habana empeoraría el cuadro social de Cuba. Nuestro pueblo ha encontrado durante décadas una forma eficaz de manifestarse en política, de expresar su poder negativo directo, el exilio. La desaparición de la vía de escape y de alarido político, ec