La lluvia, al tocar el suelo habanero, no solo lo humedece: también revela las heridas abiertas en el pavimento. Aparecen los charcos como espejos efímeros sobre las calles; baches llenos de agua, quiebres de una urbe que respira, palpita y resiste.
No hace falta un diluvio para que las calles queden anegadas. Con un sistema de desagüe poco eficiente, a veces basta un chinchín para que cientos de baches y esquinas muestren, en una superficie turbia, fragmentos de la ciudad. El paisaje urbano se desdobla en un original y su copia líquida.
Estos charcos no hablan de juego o risas infantiles, sino de una dura vida diaria, de dificultades y contrastes. Caminando entre ellos veo cómo se despliegan fachadas desgastadas de colores difuminados, como obra de una paleta impresionista.
Los transeúntes los sortean como pueden. Algunos saltan, otros los bordean; otros permanecen entre ellos, esperando a que algo pase.
Los charcos son memoria líquida de la ciudad, por el agua y por lo efímeros. Son imágenes que permanecen solo hasta que el sol las evapore. Mientras tanto, nos hacen mirar hacia abajo y enfrentar una versión invertida del entorno, un retrato distorsionado de la ciudad en una superficie quieta y opaca.
Antes de que el calor devuelva los huecos a su estado original, retrato los reflejos. Alargo su tiempo de vida en una imagen congelada. Mientras vemos estas instantáneas, la imagen fuera de aquí ya no existe.
La lluvia es pasajera, pero las heridas de la ciudad no. Visiones como estas están a la vuelta de la esquina, con el próximo aguacero. Y el que venga detrás de ese.