Martí, visto por el artista cubano José Delarra.
El título de este artículo proviene del discurso que José Martí pronunció el 10 de octubre de 1891, y también aparece en la parte de ese discurso que el propio Martí reprodujo en su carta del 12 de enero de 1892 a Enrique Collazo. La pieza oratoria expresa el fervor de la conmemoración del alzamiento de 1868, y la carta se ubica en la polémica desatada tras la impugnación que el 26 de noviembre de 1891, en otro discurso fundador, Martí le había hecho al libro A pie y descalzo, de Ramón Roa.
Puesto que elucidar esos hechos desbordaría la finalidad del presente artículo, el autor remite a su ensayo “A pie, y llegaremos. Sobre la polémica Martí (-Roa-) Collazo”, publicado en la novena entrega (1986) del Anuario del Centro de Estudios Martianos, y en su libro José Martí, con el remo de proa (1990). En aquella polémica —instigaciones por medio— se acusó a Martí de lanzar dudas sobre los militares mambises del 68 que permanecían en Cuba, no en la emigración, desde donde él fraguaba la unidad necesaria para continuar la lucha por la liberación de su patria. Pero Martí no cultivaba una unidad abstracta y sin riberas, y dejó claro que su crítica de noviembre de 1891, basada en hechos, estaba dirigida a un caso particular, que propalaba el miedo a la guerra cuando urgía prepararla.
Para ubicarse en la polémica —de la que su imagen salió fortalecida—, citó en la carta algo que había expresado el 10 de octubre: “Vivan o no en Cuba, los que militaron en la revolución son los hombres de quienes dije hace tres meses: ‘Y es lo primero este año, porque ha pasado por el aire una que otra ave de noche, proclamar que nunca fue tan vehemente ni tan tierno en nuestras almas el culto de la revolución. Aquellos padres de casa, servidos desde la cuna por esclavos, que decidieron servir a los esclavos con su sangre, y se trocaron en padres de pueblos’”, sostuvo para ejemplificar su juicio, y siguió alabando de ese modo a quienes lo merecían.
Para no reproducir aquí todo el fragmento que les dedicó en el discurso y retomó en la carta, cítese: “son carne nuestra, y entrañas y orgullos nuestros, y raíces de nuestra libertad, y padres de nuestro corazón, y soles de nuestro cielo, y del cielo de la justicia, y sombras que nadie ha de tocar sino con reverencia y ternura”. La alabanza se resume en este final: “¡Y todo el que sirvió es sagrado!”.
Pero Martí no abogaba por incondicionalidades, sino por la lealtad reflexiva, que fortalece las convicciones. Es conocido que en un texto de La Edad de Oro (1889), “Tres héroes”, acerca de fundadores que veneraba —especialmente Simón Bolívar, su gran inspirador en nuestra América, a quien alguna vez llamó “hombre solar”—, había escrito: “Los hombres no pueden ser más perfectos que el sol. El sol quema con la misma luz con que calienta. El sol tiene manchas. Los desagradecidos no hablan más que de las manchas. Los agradecidos hablan de la luz”. No soslayaba las manchas, ni pedía que los agradecidos hablaran únicamente de la luz, sino que la reconocieran, para guiarse por el