De pronto, a las 17:40 de la tarde del 26 de junio de 2024, dos hombres se encontraron cara a cara a raíz de un intento de golpe de Estado: el presidente electo del Estado boliviano, Luis Arce y el general golpista Juan José Zúñiga. El primero, economista, curtido en los pupitres universitarios y experto en hacer balances contables y proyecciones econométricas; el segundo, militar de carrera, curtido en la rígida disciplina de los cuarteles y experto en el ejercicio diario de dar órdenes a obedientes y delgados conscriptos. Ambos, de alguna manera, eran el rostro de un país llevado al límite de su capacidad de desinstitucionalización, el irrespeto a las normas y el franco desprecio por las formas. Arce ocupaba un cargo con el cual nunca había soñado y quizá para el cual quizá no estaba preparado. Por su lado, Zúñiga había llegado a ocupar el más alto puesto del Ejército Boliviano, a pesar de haber estado preso por sospecha de embolsillarse 2,5 millones destinados a la ayuda social, además de haber sido un mediocre cadete.
En ese instante breve en que Arce y Zúñiga se encuentran en Palacio Quemado, se vieron dos personas que, por igual, carecen de proyecto político. Ambos quieren o están en el poder, pero no saben qué hacer con él. No conocemos qué propone como horizonte político Arce al país, más allá de profundizar el evismo sin evo, que consiste en manipular los poderes estatales y ponerlos al servicio de sus ambiciones de poder. Tampoco se sabe del objetivo de Zúniga, que no sea el mostrar su rabieta ante su destitución como capitán general de las Fuerzas Armadas.
En el breve momento en que Luis Arce, ataviado con un jean y una chamarrita ploma, le grita a Zuñiga que re