Por Ricardo Lobato Felizola
El término “natural” ya casi no puede utilizarse para referirse a las catástrofes. “Cuando las amenazas golpean a una comunidad y causan estragos, se da por sentado que la gente hizo algo mal, como deforestar [o] construir en el cauce de un río o en una ladera muy empinada”, explica el meteorólogo Marcelo Seluchi.
Seluchi dirige el sector de operaciones y modelización del Centro Nacional de Monitoreo y Alerta de Desastres Naturales (Cemaden), una agencia federal con sede en San Pablo (Brasil). El centro se encarga de observar las zonas vulnerables de aproximadamente una quinta parte de los 5.568 municipios del país en los que los corrimientos de tierras y las inundaciones tienen mayor impacto. Nueve de cada cien brasileros viven en estas zonas de alto riesgo.
En las últimas décadas, la urbanización en Brasil ha sido en gran medida no planificada y se ha producido a un ritmo caótico. En la actualidad, alrededor del 84 % de la población vive en ciudades y zonas urbanas, según el Instituto Brasileño de Geografía y Estadística. “Nadie va a vivir a una zona de riesgo porque quiera o porque sea estúpido”, afirma Raquel Rolnik, urbanista de la Universidad de São Paulo. “Son trabajadores cuyos ingresos no les permiten comprar o alquilar una vivienda en un lugar adecuado”.
Las poblaciones más grandes que viven en áreas de alta exposición, combinadas con fenómenos meteorológicos extremos más frecuentes, desencadenan catástrofes. La ciencia ha demostrado que el calentamiento global ha potenciado la evaporación, añadiendo más vapor de agua al aire, lo que provoca precipitaciones más intensas y tormentas impredecibles. Esto hace que los corrimientos de tierra sean aún más frecuentes en el Bosque Atlántico de Brasil, incluyendo la Sierra del Mar, que se extiende por 1497 km a lo largo de la costa del país y alcanza los 2347 m de altitud.
Las rocas que componen estas montañas están cubiertas por una fina capa de tierra y vegetación, con tendencia natural al deslizamiento, explica Fábio Augusto Reis Gomes, geólogo de la Universidad del Estado de São Paulo. “Las fuertes lluvias hacen que el agua se infiltre en este suelo, convirtiendo lo sólido en líquido”. En estas laderas empinadas, algunas de más de 25 grados, estos restos líquidos fluyen rápidamente cuesta abajo.
Eso es justo lo que ocurrió el jueves 16 de febrero de 2023, cuando unas lluvias récord azotaron la costa de San Pablo, en el sureste de Brasil. Ese día, el Cemaden predijo fuertes precipitaciones e informó dos veces de los peligros a las autoridades locales. El sábado por la noche los municipios recibieron alertas más específicas para que pusieran en marcha sus planes de contingencia, tras haber alcanzado el nivel máximo de riesgo a medianoche, según el Cemaden.
Pero diversos municipios locales respondieron de forma diferente a la información, y el abanico de desenlaces resultante muestra lo que está en juego para las comunidades en futuras catástrofes.
Sistemas de alerta eficaces
Aunque las previsiones del Cemaden anunciaban una lluvia de 22 milímetros, las ciudades de Bertioga y San Sebastián recibieron más del triple. En Bertioga cayeron 680.72 milímetros de lluvia en un solo día, la mayor cantidad jamás registrada por un pluviómetro en Brasil (sin contar las zonas no monitoreadas). Como la ciudad de Bertioga, de 65.000 habitantes, es relativamente llana y no tiene residencias construidas en las colinas, no era especialmente vulnerable. “Allí se produjo la mayor lluvia de la historia, pero no hubo problemas en términos de víctimas”, afirma Seluchi.
La historia fue diferente 32 km al este, en la ciudad de San Sebastián, de 9