Por razones básicamente profesionales visité a menudo Innsbruck, la ciudad tirolesa, entre 1994 y 2016: allí se celebra un festival especializado en cine tercermundista, al que me invitaron primero con Alicia en el pueblo de Maravillas (1991) de Daniel Díaz Torres, y luego con otros proyectos terminados o apenas en marcha. La sede inicial del evento (según avanzaron los años se incorporaron otras) era el Cinematograph, un pequeño local que exhibía, además de piezas comerciales, cine fuera del mainstream.
Recuerdo que uno de los carteles en la pared empezó a llamarme la atención porque, en tanto los demás cambiaban de un año a otro, aquel permanecía inamovible. Se trataba de un poster de Clerks (1994) el primer largometraje del norteamericano Kevin Smith, una comedia filmada en blanco y negro con un presupuesto irrisorio y actores desconocidos. Cuando me decidí a preguntar, la respuesta me dejó boquiabierto: la película había generado una porción de fanáticos tan absolutamente fiel que, para complacerles, el Cinematograph la exhibía todos los meses en una fecha fija, y los fieles acudían a verla de nuevo en la oscuridad del cine sin importar que estuviera disponible en DVD.
Aunque, en mi opinión, Smith no ha hecho después nada a esa altura (y mucho sin altura alguna, incluidas Clerks II [2006] y Clerks III [2022]), la pieza de marras ha devenido auténtico objeto de culto: los fans necesitan no solo verla, sino integrarse a un ritual, a una cofradía, demostrarse mutuamente cuántos detalles recuerdan, cuántas claves desentrañaron. Y es que además de reafirmar la idea de que el éxito no necesariamente depende del dinero invertido, esta obra de Smith aportó un montón de frases ingeniosas y brillantes que sus devotos repiten como mantras.
Por lo general, devienen películas de cul