Nunca me han gustado los uniformes; nunca me han quedado bien. Dos veces he estado cerca de volverme un represor. Las dos veces me encontraba uniformado. No quería estar pero estuve. De haber recibido la orden, quizá, hoy sería un represor.
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Un tumulto de gente rodea el portón metálico que da entrada a la casa de Rogelio Tabío López, un hombre al que no conozco, pero odio. Es octubre de 2010. Dentro del inmueble ubicado en Carlos Manuel y el 6 norte, en Guantánamo, una decena de integrantes del Movimiento de Resistencia y Democracia sufre el asedio de la Seguridad del Estado, de la Policía y de cientos de civiles que, como yo, hemos sido movilizados de distintas escuelas y centros de trabajo para ser usados por el régimen para blanquear la represión.
La circulación peatonal es interrumpida en las esquinas. Una patrulla. Oficiales motorizados. Agentes de civil que merodean los alrededores de la casa. A pocos metros resaltan decenas de uniformes de secundaria básica y de preuniversitario; menores de edad que, sin haber recibido explicaciones, fuimos conducidos a aquel sitio. Convertidos por nuestros profesores en protagonistas pasivos de un mitin de repudio.
Una mujer observa a través de una pequeña rendija. Parece asustada. Sigilosa ante la presión de una turba acrítica que grita consignas y ofensas cual si se tratara de enemigos acérrimos separados por la más lacerante de las traiciones.
Quizá, hace unos años, fue ella la doctora que atendió el parto de la criatura que hoy la tacha de gusana. Quizá fue otra madre soltera que ha criado sola a sus hijos y abandonada a la suerte, sin recibir ayuda del Gobierno, días antes discutió con algún burócrata en la oficina de Atención a la población a la que uno de sus verdugos ha acudido en un intento desesperado por solucionar su problema de vivienda. Quizá fue ella la maestra que, antes de ser expulsada de su centro de trabajo, enseñó sobre Martí a la joven que en par de horas verá a su padre afónico, tirado en el sofá, tras haber descargado su ira en un mitin de repudio.
Puede que entre los presentes se encuentre algún amigo de su familia; puede, incluso, haber entre ellos algún pariente desconocido de la señora que resguarda su integridad tras un portón oxidado y cargado de frases antigubernamentales.
Reproducir la violencia simbólica del régimen es común en Cuba, incluso de forma involuntaria. En el argot popular, poca diferencia existe entre disidente y gusano. Son las consecuencias del proceso de deshumanización del totalitarismo y que, en el caso de un represor, sirven de herramienta para normalizar la indiferencia ante la injusticia. Se puede golpear a alguien sin nombre. Es posible aplastar a un gusano por su estética repugnante. Se puede protagonizar un mitin de repudio porque lo merece el mercenario y no será el último que soportará. Con la porra a punto de impactar en el cuerpo ajeno, no se piensa que la víctima pudiera ser la posible maestra, madre, doctora, amiga o pariente. Es orden dada… y ejecutada. Trabajo cumplido.
De los hechos conservo intactos algunos recuerdos. Hasta hace poco intentaba achacarle la culpa a la inocencia de quien, siendo un adolescente, llegó a considerarlos intrascendentes y asumió que el tiempo se encargaría de formatear la memoria. Poco significativos para quien no golpeó, no cargó carteles, no gritó consi