Continuidad cinematográfica o raccord hace referencia a la relación que existe entre los diferentes planos de una filmación, a fin de que no rompan en el espectador la ilusión de secuencia.
En octubre de 2022 me llevé de Cuba a Italia un casete beta y un rollo de fotos para digitalizarlos. En la esquina de mi casa en Torino había un taller de impresión y pensé que quizá eran capaces de traducir los formatos. De convertir la imagen de la cinta en píxeles. Y acerté.
La grabación era de mi cumpleaños 3. Nadie tenía idea de lo que contendría. Iba a ser como abrir un vórtice del tiempo; encender el micromundo de una fiesta cubana en 1992 que existía sin que nadie la viera… hasta entonces, cuando volvería a tener un testigo en mis ojos de 33 años. La niña que ya no soy, el padre que ya no tengo, los amiguitos y primitos que crecieron y emigraron; que crecimos y emigramos.
De mi papá tengo muchas fotos; pero ningún video; quería verlo moverse —esa condición de lo vivo— aunque fuera por unos segundos. Con suerte, podría escucharlo hablar, y recuperar un sonido que no guardo sino en mi memoria.
Cuando murió, hace once años, pasé poco más de una semana como si el hecho de que él no estuviera fuera transitorio. “Lo extraño, pero hasta que regrese”. Pasados diez días —no menos, no más— entendí que no regresaría. Que no estaba en ninguna parte. Que nunca más lo volvería a ver.
Once años atrás no parece mucho tiempo, pero hace once años yo no tenía celular, mucho menos un teléfono inteligente. Vivíamos en un mundo en que probábamos una nueva camarita digital haciéndole una foto a lo que teníamos delante y no a nosotros mismos. Fue la frontera con la era selfi; los últimos años antes de que giráramos la mano y nos pusiéramos nosotros en foco; los últimos antes de que empezáramos a fotografiarlo y grabarlo todo, mezcla de posibilidad objetiva y nueva vocación. Por eso, y por distracción, por sentir que no hace falta guardar a nadie vivo para mañana porque estará vivo siempre, no existe registro de mi papá en audio ni en video. Por eso el casete era una gran promesa; potencialmente el único video de mi papá, con mi papá.
Me entregaron primero, por ser más sencillo el proceso, la revelación del rollo de fotos: estaba vacío. “No hay nada. No sabemos si se echó a perder por el tiempo que estuvo guardado o si incluso era un rollo nuevo que nunca se usó”, me dijo el de MS Grafica Giannini. La arqueología digital se burlaba de mí y encima me cobraba la desilusión a 6 euros con 20.
Cuando finalmente llegó el turno al casete, me avisaron, primero, que la máquina —no sé cómo se llama— estaba rota, pero que no perdiera la esperanza porque