Soy un padre del Período Especial, y los padres del Período Especial, como los de ahora, somos los padres de la supervivencia.
Un día de 1989 Ania me dijo: “Tengo una cosa que contarte”, y me llevó aparte, hasta el patiecito interior de nuestro apartamento de La Habana Vieja: “¡Estoy embarazada!”. Lo habíamos evitado por todos los medios, así que todavía no me explico por qué enseguida nos estábamos abrazando y llorando de contentos.
El mismo día me senté a hablar con papá. La crisis había empezado y yo estaba preocupado. Papá fue muy concreto: “A partir de ahora no puedes comer de un solo plato”. No lo entendí a la primera. Por entonces yo era guionista de dramatizados de radio y, para hacerle frente a lo que se avecinaba, me había hecho cargo de cuatro programas diferentes que me exigían teclear más de 30 cuartillas diarias en mi querida Olivetti.
Pero en la misma medida en que mi producción aumentaba, lo hacían mis tropiezos con la censura. Me empezó a quedar claro que mi carrera de guionista podía terminar en cualquier momento, y que el sustento de mi creciente familia no podía depender de eso.
En febrero del 90 nació Laura, y apenas cuatro meses más tarde, Ania me repitió: “Tengo una cosa que contarte”. Debíamos estar locos, porque volvimos a abrazarnos con la misma alegría. Así fue como Juan Pablo llegó en marzo del 91. La tripulación estaba completa.
Mi madre nos ayudó mucho. Mis padres se habían separado y ella vivía con mis hermanos, pero la familia no se distanció en ningún momento. Papá era el oráculo. Escuchaba y luego nos decía algo que nos cambiaba la perspectiva. Tenía un don para eso que no lograba aplicar a su propia vida, pero así funcionábamos. Éramos una familia pequeña conformada por caracteres muy diversos que, a pesar del divorcio de mis padres, logró permanecer siempre unida.
Mi relación con papá había tenido altas y bajas. Nunca fui de faltar el respeto, pero desde pequeño había sido rebelde, un pésimo estudiante y un verdadero dolor de cabeza. Papá no era de muchos cocotazos, pero me castigaba a cada rato con una semana sin poder ir a jugar pelota. Él también era guionista, un gran guionista. Yo sólo esperaba a verlo tecleando frente a su vieja Underwood, absorto en lo que estaba escribiendo, para decirle bajito: “Papi, me voy pa’ la calle”. Él asentía mecánicamente, y ahí mismo se acababa el castigo. Sería solo cuestión de tiempo que mis hijos hicieran lo mismo conmigo.
Aunque leía mucho, jamás mostré el menor interés por los estudios. Si fui a la universidad fue gracias a la exigencia de papá, pero cuando me gradué de Geografía decidí que no quería pasarme el resto de la vida marcando una tarjeta. Los negocios no se me daban mal y estaba decidido a seguir ese camino cuando papá me propuso que probara suerte con su oficio de guionista, ya que lo único que exigían para eso era ser graduado de alguna carrera.
Desde que éramos pequeños, el sonido de su máquina de escribir era la música con la que mis hermanos y yo despertábamos cada mañana. Todavía a veces creo que lo escucho. Nos acostumbramos a verlo trabajar en la casa, siendo su propio jefe y administrando su vida y su tiempo. Por otra parte, lo que pagaban no estaba mal para esa época, así que no perdía nada con intentarlo.
A partir de ese momento, el oficio que papá y yo compartimos ayud