La frase «padre es cualquiera, madre solo hay una» se ha repetido como eco de generación en generación. Crecemos pensando que la mujer tiene que sacrificarse y asumir la crianza de los hijos, que no se puede contar con los padres ni esperar algo de ellos porque su rol es diferente al nuestro.
Al crecer y enfrentarnos a la realidad, descubrimos que la máxima no siempre es cierta. Nos topamos con hombres que ejercen una paternidad activa y que se involucran al cien por ciento en la crianza de los hijos.
La llegada de la paternidad a la vida de mi esposo fue repentina. Él nunca había cargado a un niño antes y ni siquiera había contemplado seriamente la idea de tener hijos. Recuerdo su expresión de sorpresa y miedo cuando sostuvo por primera vez a Daniel, parecía que sostenía una bomba que podría explotar en cualquier momento. La idea de cambiar pañales y preparar biberones parecía tan lejana que la sorpresa sacudió su mundo.
Él no dio brincos de alegría con las dos rayitas rojas de mi prueba de embarazo ni se sentía listo para la responsabilidad, pero luego de pensarlo mucho decidimos que tendríamos al Travieso y nos preparamos para la nueva etapa de nuestras vidas —aunque en realidad nunca estamos preparados del todo para ser padres ni tenemos un manual que diga lo que tenemos que hacer en cada momento—. Toca improvisar, aprender, crecer junto al bebé que demanda tiempo y amor. Lo hicimos juntos.
Al igual que yo, mi esposo pasó de ser una persona que disfrutaba su tiempo libre a convertirse en un maestro en multitareas. De pronto aprendió a hacer malabares con un bebé en un brazo y la laptop en la otra para poder trabajar.
Las noches también fueron tremendas. De repente, la idea de dormir ocho horas seguidas se convirtió en un recuerdo borroso del pasado. Aprendió a descifrar los diferentes tipos de llanto, el de hambre, el de sueño y el misterioso llanto intermedio que solo puede interpretarse con la intuición de un padre que se ha convertido en un verdadero detective emocional.
Luego vino la pandemia de la COVID-19, el segundo embarazo, la llegada de Emma cuando Daniel todavía era pequeño. La bimapaternidad nos sacudió. De pronto, se sumó a los desafíos el proceso de migrar a Estados Unidos que nos hizo volver a empezar de cero, esta vez con dos niños pequeños que demandaban una estabilidad que construíamos en la marcha. De nuevo continuamos creciendo al unísono, «la manada» como dice mi esposo en forma de juego porque para todos lados vamos juntos los cuatro.
Aunque nuestro cuarto ahora parece un albergue con dos camitas pequeñas al lado de la nuestra, hemos evolucionado como pareja, como padres y como personas porque los desafíos han sido muchos, tremendos, intensos, pero el amor se ha multiplicado de manera única.