A las 3 de la tarde del domingo 12 de junio de 1988 ya no quedaba mucho más que hacer. En apenas seis horas ya habíamos estrellado una bicicleta rusa contra un taxi mal parqueado porque el Yoe, que iba manejando con otros dos de nosotros en el caballo y la parrilla, soltó las manos del timón para alardear delante de las niñas que cruzaban la calle. También habíamos enardecido a medio barrio con las bombitas hechas con la parte de atrás de las llaves de agua rellenas de cabezas de fósforos; habíamos electrocutado ranas para oír cómo maullaban en su agonía, las habíamos diseccionado para ver los órganos internos, y habíamos lanzado desde la azotea, con unos paracaídas que improvisamos y funcionaron a la perfección, a dos gatos que logramos cazar con unas trampas. después de eso, como el invento y la maldad abren mucho el apetito, hicimos una ponina y compramos en la cafetería panes con croqueta, albóndigas, empanadas de carne, chiviricos, matahambres y un vaso de yogurt o de sirope de mantecado para cada uno. Así que dormitábamos casi, con las barrigas llenísimas en la sala de un consultorio del médico de la familia a medio construir, en uno de los tantos repartos de edificios rectos y cheos levantados por las microbrigadas.
Éramos ocho o nueve chamas flacos, sucios, quemados por el sol, con las rodillas o los codos arañados, con cicatrices nuevas y viejas bajo el cuero cabelludo, sin sombra de bigotes aún, ni de pelos en las nalgas, excepto las de Damián el Repitente, que ya los tenía hasta en la espalda. Precisamente fue él el que propuso, porque éramos adolescentes y no se suponía que estuviésemos ahí despatarrados como viejos, irnos al estadio. Alguien abrió un ojo y respondió que todavía, que el sol y la llenura. Entonces Damián le dijo: Claro, estas ahí tirado pensando en el beso que no te atreviste a darle a la jeva anoche.
Recordar la noche del sábado nos reactivó a todos. Hubo quien recostó la espalda a la pared y yo me acaricié la mandíbula como buscándole algún imperfecto. Alguien dijo: «Yo sí estaba apretando durísimo y hubiera llegado hasta el final, pero me interrumpió la bronca». Esas palabras distorsionaron la noción del espacio y del tiempo, y en los muchos segundos de silencio que continuaron, recordé a la linda María Elena bailando casino con algo de los Van Van mientras por dentro yo cantaba «esta cobardía de mi amor por ella hace que la vea igual que una estrella, tan lejos tan lejos en la inmensidad, que no espero nunca poderla alcanzar». Después reviví la gritería, el pánico en los ojos de ella, y me vi cogiendo el cable trenzado que había «clavado» en el hueco de un árbol para defenderme si pasaba algo. Recordé el haberme quitado justo a las 12 y 17 el reloj digital Electrónica 5 de la muñeca izquierda y guardarlo en el bolsillo del pantalón. Me vi corriendo de regreso, cable en mano, junto al grupo de María Elena, absorbido por la multitud, para cuidarla aunque ella no lo supiera, mientras las sirenas de la policía aumentaban de tamaño en el cerebro de todos los que no éramos Jacinto ni El Habanero, los dos que blandían aquellas navajas cuyo filo brillaba aun en medio de la oscuridad.
Sin embargo, María Elena fue rescatada por su hermano mayor y mi silencioso acto de heroísmo solo sirvió para verme arrastrado por el tumulto de los que huían, de los que querían ver el desenlace de cerca, de los que cartereaban en medio de la masa histérica, enardecida, violenta, temerosa, cada vez más alejado del lugar seguro del parque donde los que éramos del reparto debíamos reunirnos si algo así sucedía.
También me valió para poner en perspectiva mi concepto del valor y de la hombría. Solo en medio del tumulto, una mano me giró por el hombro y después fue un puño, un mazazo que estrelló en mi mandíbula y me dejó a oscuras y tambaleante, aunque nunca llegué a caerme. No le hallé sentido tener en la mano un arma que no iba a usar, y allí mismo dejé caer el cable, creo. Cuando llegué al punto de encuentro sentía una mezcla extraña entre cobardía, orgullo varonil herido, dolor físico, miedo, rabia y deseos de venganza. Me salía sangre del labio. Me preguntaron qué pasó, quién fue, y yo dije que nadie, aunque sí le había visto la cara a Jacinto, el del barrio Bachichi, el más abusador, buscapleitos y traicionero, al que evitábamos por todos los medios. Si guardé silencio fue para que no me tildaran de cobarde, o quizá porque mi parte racional prevaleció sobre las emociones y quise evitar males