Por costumbre, cuando se quiere exaltar el amor filial siempre se habla de la madre. Se dice que es el amor más puro, el más sincero, el más desinteresado… Por supuesto, siento enorme estima por el amor maternal; pero no creo que sea el único así. Pienso que esta idea deriva de dos situaciones esenciales. En primer lugar, es la madre la puerta por donde el hijo sale a la vida. Y en segundo lugar, por el tradicional desempeño de roles, es la madre la que permanece en la casa, por lo que pasa más tiempo con el hijo; es, además, la que, empezando por su pecho, suple los alimentos, administra las medicinas, atiende las necesidades del niño todo el tiempo en que están juntos. Por tanto, es justo que se le reconozca esa función protectora y cercana fundamental.
Sin embargo, no creo que un padre sea menos importante. Claro que, como todo, hay padres y padres, pero un buen padre es una fuente de sustento, aliento espiritual y modelo conductual, y de desinteresado amor en una cualidad semejante a la de la madre. Es por eso muy merecido que se honre la paternidad con todo el rigor y la gratitud merecidos.
Algo semejante ocurre con los abuelos. Estos son seres muy cercanos a los nietos, que, cuando son auténticamente abuelos, llegan a desarrollar un amor genuino, noble y beneficioso hacia los nietos. Y no es que los abuelos sustituyan a los padres (aunque, en determinados contextos, cuando falta alguno o ambos, deben hacerlo), sino que auxilian, complementan y benefician la actuación de estos.
Lo que diré surge, principalmente, de mi desempeño como abuelo, pero también de la observación de otros de esa condición cercanos. Todo abuelo es un padre (o madre, las abuelas) que atiende a un hijo en segunda generación, porque tal se siente la filiación.
La diferencia respecto a los padres radica en que ya uno ha transitado por la paternidad y ha acumulado la necesaria e insustituible experiencia adquirida en la práctica de criar un hijo, además de que, con la edad, uno ha ganado cierta sabiduría vital que nos permite enfrentarnos al cuidado del nieto con otros conceptos y maneras. Uno ha desarrollado una mayor sensibilidad a las necesidades de un niño, lo que nos asiste de una juiciosa tolerancia hacia sus deseos y empeños, con mayor discernimiento de lo que es imprescindible y lo que es accesorio en nuestras exigencias hacia él.
Pongo solo dos ejemplos. Cierta vez mi nieto jugaba con un caballito de porcelana que me habían regalado para mi colección. En sus manejos, la figurita resbaló de sus manos, cayó y se rompió. Él se quedó paralizado del temor, sobre todo por las reconvenciones de otros adultos. Yo me acerqué, le pasé la mano por la cabeza y le dije que era solo un accidente. La sonrisa de satisfacción que regaló no tiene precio.
Igual, la nieta comenzó a hacer sus