Antes del encontronazo en Córdoba en 2006 con el periodista exiliado Juan Manuel Cao, que terminó sacándolo de circulación, uno de los mayores berrinches públicos protagonizados por Fidel Castro fue en una reunión con aprendices de periodistas en la Universidad de La Habana en octubre de 1987. Digo público y exagero. En realidad, la reunión ocurrió a puertas cerradas en la sede del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (ese que los cubanos llamamos «El Partido», para abreviar, a falta de otro). A pesar de que el suceso contó con la mayor concentración de periodistas por metro cuadrado que conociera la república por aquellos días, no trascendió a la prensa.
Por suerte existen los rumores. Gracias a ellos nos enteramos de que en la reunión los pichones de periodistas, soliviantados por los aires de apertura que soplaban desde la Unión Soviética, se cuestionaron la realidad nacional al punto de que el Comandante en Jefe, primer secretario del Partido y presidente del Consejo de Estado y de Ministros, llegó a dar un puñetazo en la mesa. Si los rumores son fidedignos, lo que detonó la explosión del Máximo Líder fue la afirmación de que en la prensa cubana circulaba rampante el culto a su personalidad.
Fidel Castro siempre fue especialmente sensible con el tema. No solo decía haber combatido el culto a la personalidad, sino que afirmaba —con su modestia característica— haber marcado nuevas pautas universales al respecto. «En nuestro país nos cabe a los dirigentes revolucionarios la honra de haber establecido un precedente único hasta hoy —dijo el 13 de marzo de 1966—, que fue una ley de la Revolución, una de las primeras leyes de la Revolución, estableciendo la prohibición de ponerle el nombre de ningún dirigente vivo a ninguna calle, a ninguna ciudad, a ningún pueblo, a ninguna fábrica, a ninguna granja; prohibiendo hacer estatuas de los dirigentes vivos; prohibiendo algo más: las fotografías oficiales en las oficinas administrativas. Le cabe a esta Revolución ese honor».
Cuando hacía un resumen de sus primeros 20 añitos en el poder, el Comandante en Jefe aseguró: «Nuestra Revolución jamás devoró a ninguno de sus hijos, porque no hubo culto a la personalidad ni dioses sedientos de sangre. La más estrecha unión, respeto y camaradería reinó siempre entre todos los revolucionarios». Cuando se había retirado de sus cargos oficiales de secretario general, etcétera, se ufanaba de que «Nunca se practicó tampoco en nuestro país el culto a la personalidad, prohibido por nuestra propia iniciativa desde los primeros días del triunfo». Cierto que luego del fusilamiento de Ochoa y el curioso infarto de Abrantes hablar de «estrecha unión, respeto y camaradería» se hacía incómodo y el retirado Comandante en Jefe prefirió ser discreto al respecto.
Usemos su estilo rotundo para decir que nunca un hombre de Estado se vanaglorió más de su humildad. Incluso llegó a decir que «El ejercicio del poder debe ser la práctica constante de la autolimitación y la modestia». ¡Ya habría querido Marco Aurelio tanta contención para sí! Pero preguntémonos, en serio, ¿por qué tanto comedimiento en una personalidad desbordada por naturaleza? Deberemos reco