La Vieja Singer es, probablemente, el artefacto más valioso que hay en mi casa. Su valor no solo radica en el aspecto funcional; para nosotros también la envuelve una suerte de patrimonio inmaterial por la cantidad de historias que han surgido de ella. No recuerdo bien cuándo fue que mi mamá me enseñó a coser a máquina; lo que no se me borra de la memoria es la cantidad de veces que se ha roto y me ha dejado una pieza a medias.
En la Vieja Singer he hecho agarraderas y pañitos de cocina para regalar por fin de año. Las agarraderas que yo hago le encantan a la gente, pero como no soy tan buena cosiendo, se me parten las agujas. Durante la pandemia hice nasobucos por cantidades industriales para regalar al consultorio de la familia. También hice gorros para los médicos y baberos y pañales para mi niño que estaba por nacer. He cosido vestidos, sayas y blusas que me han quedado tan chapuceros que solo yo puedo ponérmelos. En mi máquina he arreglado pantalones y chores de los vecinos, ajustadores y hasta restauré unas extensiones de pelo una vez. He hecho delantales, fundas, cortinas, cojines y cuanta cosa pueda inventarse con telas recicladas.
La Vieja Singer ha visto nacer a mis hijos y ha resistido los embates de sus manitos exploradoras. Aunque el mueble de madera está hecho talco, el mecanismo “es eterno” como dice la gente que tiene otra Singer en su casa.
Yo coso de todo, mal y pronto, pero con cariño; lo que no he sabido hacer nunca es calibrarla cuando se vuelve loca. Solo una vez logré arreglarla luego de que un mecánico la dejara peor de lo que la encontró. Por suerte para mí, mi madre y mis vecinos, tenemos a Olivares.
Cuando Olivares pasó el Servicio Militar, por el año 1970, fue al Ministerio del Trabajo y le hicieron dos propuestas. A su amigo Carballeda le dijeron: “Pa’ ti lo que hay es cazar cocodrilos o plomería”. Y a él le propusieron un curso en el Ministerio del Azúcar o un plan especial. No recuerda bien lo que eligió Carballeda, pero él se fue por el plan especial que en realidad era un trabajo en la fábrica de calzado de plástico.
A los 20 años entró a trabajar en el Departamento de Mezcla y Granulado. Allí pasó dieciséis años, hasta que le dieron a elegir entre quedarse ahí de jefe de brigada o irse a aprender a arreglar máquinas en El Cotorro, en la Conrado Piña, a lo que le dicen La Gome