LA HABANA, Cuba.- Debido a una tradición establecida en los tiempos de la república democrática, este sábado 8 de junio correspondía celebrar en Cuba la fiesta de los hombres y mujeres vinculados al ejercicio del derecho. Se trata de lo que antaño se denominaba “Día del Abogado”, y que, desde hace lustros, los castristas, cediendo a su notable manía de cambiar los nombres de las cosas e instituciones, llaman “Día del Trabajador Jurídico”.
Aclaro de entrada que, en este caso específico, no se trata de una cuestión meramente terminológica. La modificación arriba mencionada, instaurada en vida del fundador de la actual dinastía (él mismo graduado en leyes, pero ya se sabe que “no hay peor cuña que la del mismo palo”), obedece a motivaciones más profundas y peor intencionadas.
Es el caso que el concepto de “abogado”, en su sentido más amplio de persona que ejerce el derecho, implica la defensa consecuente de los legítimos intereses de los particulares, incluso frente a la voluntad del gobierno de turno o del mismo Estado. Para un bolchevique, que no entiende de “turnos” en el ejercicio del gobierno, y que engloba en una misma pelota enorme conceptos disímiles como los de Patria, Estado, Gobierno o Derecho, eso es anatema.
Los castristas, una vez entronizados en el poder, decidieron menospreciar esas funciones específicas. Por ello, entre otras cosas, diluyeron al conjunto de los juristas cubanos en la masa amorfa de los “trabajadores jurídicos”, concepto mucho más amplio que incluye a secretarios, escribientes, alguaciles y —¿por qué no!— hasta a los mismísimos “esbirros” (vocablo que —aclaro— no es una expresión peyorativa, sino que, como nos enseña el diccionario, alude simplemente a “aquel que tiene por oficio prender a las personas”).
Pero es que incluso con esas limitaciones, la celebración de la efeméride hecha por el régimen castrocomunista deja muchísimo que desear. Y conste que, al pensar de ese modo, no tengo en mente a los juristas que expresan su rechazo al sistema imperante y que, para hacerlo, forman parte de la organización de abogados independientes que me honro en presidir —la Corriente Agramontista— o de alguna otra agrupación análoga.
Ni siquiera estoy pensando en los colegas que, para evitar señalarse por su apoyo al invia