MIAMI, Estados Unidos. – El cine cubano producido por el ICAIC ha sido pródigo en presentar escenas de tortura y otras maneras de abuso físico y mental practicados por la dictadura que fuera derrotada en 1959 y diera paso al totalitarismo castrista.
Hubo que esperar el asentamiento y la estabilidad de la comunidad cubana exiliada en Miami, para tener noticias del siniestro y sofisticado aparato de tormentos puesto en práctica por la llamada “Revolución”, desde que comenzara a detener y fusilar a sus opositores, temprano en los años 60.
A finales de los 90, el Instituto de la Memoria Histórica Cubana Contra el Totalitarismo comenzó a resguardar, mediante una vasta filmografía documental, el testimonio de la ordalía sufrida por el presidio político anticastrista, a lo cual se suma en años recientes el cine de Lilo Vilaplana, que recrea esas vidas desoladas en dos de sus largometrajes.
Por supuesto que en documentales clásicos como Nadie escuchaba, de Jorge Ulla, y Conducta impropia, de Orlando Jiménez Leal, ambos codirigidos por Néstor Almendros, hay referencias estremecedoras sobre torturas e injusticias sufridas en la Isla por personas que se atrevieron a desafiar, en unos casos, o sencillamente discrepar, en otros, el dogma castrista.
Las terribles celdas tapiadas, el descontrol del tiempo y del biorritmo corporal, el chantaje, las golpizas sin dejar huellas, el cambio abrupto de temperatura, la escasa y deleznable comida, la coerción con seres queridos, la mentira y otras maneras de la violencia física y psicológica, han sido prohibidas en recuentos cinematográficas de la dictadura.
Solo en el largometraje Conducta, de Ernesto Daranas, figura un preso político, como personaje colateral, quien es el padre de una niña en la escuela que es el escenario principal de la historia.
Recientemente circula en Netflix una película que aborda, entre otros, el tema de las consecuencias insospech