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Soleida Ríos: “Los versos parten de mi dolor, de mis agujeros emocionales, de mis sueños…”

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A Soleida (Santiago de Cuba, 1950) la imagino como una vara de mimbre recubierta de acero. Cimbra con los vientos huracanados que soplan sobre nuestro país; en ocasiones parece que se va a quebrar, pero nunca pierde la compostura. Y cuando regresa a su eje vertical viene pertrechada con nuevas emociones que volcar sobre esos versos que, desde hace décadas, reconocemos entre los mejores que se escriben en Cuba. 

Soleida aglutina, acoge, funda: crea. A su nutrida obra lírica suma sus empeños colectivos, ya en forma de libro, ya como tertulia inteligente, ya como ese monumento a la perseverancia que es el archivo audiovisual de la poesía cubana, servicio útil, si lo hay, que le gana una parte considerable de su fuerza.

Licenciada en Historia por la Universidad de Oriente, la mayor parte de su vida laboral la ha dedicado a la promoción literaria. En 2013 obtuvo el Premio Nacional de Poesía Nicolás Guillén; en dos ocasiones fue distinguida con el Premio de la Crítica, por los poemarios Escrito al revés (2010) y Estrías (2014). Su obra ha sido parcialmente traducida al inglés, portugués, griego, italiano, alemán y serbio. Bocaciega, su antología personal, se publicó en Brasil (2017) y Puerto Rico (2019).

La Habana Vieja, 2017. Foto: Cortesía de la entrevistada.

¿Cuándo comenzó tu trato con la poesía? ¿Cómo fue tu despertar de poeta? ¿Quiénes asistieron a ese alumbramiento? ¿Cuándo te asumiste como poeta?

Quizás mi trato con la poesía haya comenzado en el vientre de mi madre, con el puro tic tac de su corazón; o más tarde, con sus canciones de cuna. Pero en mi memoria quedó fijado un hecho que creo aún más sustancioso. Sucedería sobre los tres o cuatro años, en La Prueba, donde nací. Me veo dando gritos delante de un plato de comida. Vi en la sopa la pata de una gallina y, por más que me obligaba a comer la persona que me acompañaba, que no era mi madre, obviamente no pude resistir esa imagen.  La pata de pollo engarrotada que estaba en el plato era, para esa niña, la pata de una gallina coja que había en el patio y que al parecer llamaba mucho mi atención.

Tengo por cierto que la poesía rebasa la escritura, la oralidad (que está en su origen más reconocido), pero incluso rebasa el sueño que, en verdad, sería su primerísima y más antigua expresión como experiencia estética (según Jorge Luis Borges). Soy de mucho soñar y, por lo general, he atendido siempre lo que me “dice” … dónde me coloca el sueño. Entiendo la poesía como una capacidad de ver. Y esa capacidad te reviste de fuerza, te coloca en un centro.

Cubierta de libro.

Mi acercamiento definitivo a la poesía, como lectora, parte de Vallejo. Fue un verdadero descubrimiento para mi Camino. Había escrito antes, sobre los 17 años, una especie de relato de contenido simbólico que, como otros pequeños ejercicios “secretos” de ese tiempo, no conservé.  

Pero ingresar en un taller literario (1973, Taller José María Heredia) literalmente empujada, y del que fui presidenta (honor inmerecido), publicar unos primeros poemas y luego otros, y libros, no me dieron un “despertar de poeta” más allá de lo propiciado por el espacio natural de mis primeros años y el lenguaje que movilizaba allí las relaciones, donde un cafetal era La Escondida; el lugar del pozo más cercano, El Paraná; un campo de viandas y frutos menores era La Rosa. Recuerdo un ritual del que se hablaba y no me he ocupado de investigar, que es “El canto de la grulla” y, en realidad, vendría a ser como un performance propiciatorio o quizás liberador de la muerte, con participación de al menos cuatro personas que ocuparían cada uno (a distancia) un punto cardinal teniendo como referencia el lugar que ocupaba alguien que debía morir. 

Es más, y eso lo consulté con Desiderio Navarro, la pieza de madera con la que se removía el café en los secaderos era llamada rabota. A ver, ¿de dónde salió eso, en una finca de Alto Songo, a unos cuantos kilómetros de Santiago de Cuba? Esa palabra (¿creada?) significa en ruso “trabajo”, “de los trabajos”. Recuerdo que hubo un tiempo en el que yo acostumbraba a regalar esa palabra, escrita sobre un trocito de madera. 

Con Lorenzo García Vega. Buenos Aires, 2004. Foto: Cortesía de la entrevistada.

Háblanos de tus días santiagueros, hasta el traslado definitivo a La Habana. ¿Qué lugar ocupan estas ciudades en tu vida? ¿Qué prefieres, que aborreces de cada cual? ¿Cuáles son los sitios de mayor significación personal para ti de esas dos urbes? 

Santiago de Cuba. A esa ciudad la empecé a amar cuando volví a establecerme allí, después de cinco años de becas y de cuatro años de trabajo, como maestra y luego asesora, en las montañas de la Sierra Maestra. Yo habría preferido entonces, al graduarme en Tarará, continuar en La Habana y estudiar Psicología en el Pedagógico “Enrique José Varona”. Pero había una obligación. Y esa experiencia me colocó en un paisaje humano y natural nada despreciable. Fue allí donde una campesina llamada Mirna Pérez me dio a conocer la existencia del pájaro de La Bruja. El primer poema que quise (perseguí) escribir y que “surgió”, como un chorro de agua, cuando preparaba el primer cuadernillo que me solicitaron para publicar en 1977.

Cubierta de libro.
Cubierta de libro.

Para el libro Secadero (Ediciones Unión, 2009) escribí un capítulo titulado “Santiago/ evocaciones, fragmentos de amor”. Y en el preámbulo de Estrías (Letras Cubanas, 2013) describí algo así como el tercer nacimiento de ese libro:

Nació en Santiago de Cuba, ciudad bendita (¡¿Malamadre?!) arrolladora…

Dormía yo (Sin Casa) en la estación de trenes, estornudé y alguien que estaba allí me dio la bendición.

Y cuando se estornuda puede uno exhalar la vida pero también puede exhalar la muerte.

Así que tiré mi flaca muerte a las líneas del ferrocarril y me fui a otra Isla…

Cubierta de libro.

Hice una vida itinerante durante 11 años. Ese periplo inició en Santiago al cumplir yo 25. Y la salida hacia Isla de Pinos sucedió al modo en que un trozo de fango sale disparado de una rueda en movimiento. Culpé a la ciudad, a los funcionarios que hicieron oídos sordos a mi pedido de un mínimo lugar, una litera. Ahora tal vez lo agradezca. Creí haber perdido muchas cosas que había atesorado. Pero esas cosas me acompañaron (allí, y también después), sobre todo los afectos, las experiencias, las lecciones. Hicieron parte de mi fuerza para andar y recomponerme en medio de tanto forcejeo en razón de mi supuesto excentricismo (mujer joven, negra con “speldrum”, funciones diversas dentro del sistema educacional pero dada a la “bohemia”, marcada por la poesía, la música trovadoresca y ciertos peregrinajes nocturnos… a falta de una pequeña pieza donde guarecerse).

Con la poeta María Gravina. Montevideo, 2018. Foto: Cortesía de la entrevistada.

En Santiago descubrí el verdadero valor del trabajo en colaboración. Creo que mi estadía allí fue providencial. Sin experiencia, y sin obra sobresaliente, fui acogida y participé en las acciones de una intelectualidad (escritores, investigadores, actores, dramaturgos, artistas visuales, músicos corales, trovadores, poetas, profesores o estudiantes de la Universidad de Oriente) de mucho rigor. Y, empezando por José Soler Puig, autor de la novela monumental que es El pan dormido, y Joel James Figarola, un pensador cubano aún por descubrir en su verdadero valor y aporte a la cultura nacional, podría mencionar muchos nombres, desde Jesús Coss Cause (que fungió como mi “descubridor” gracias a la “traición” de un “pretendiente” que tuvo algún acceso a mis poemas de entonces), además de Waldo Leyva, Luis Días Oduardo, que murió joven, y había promovido la fundación de una colección de libros (Ediciones Uvero, la primera de este tipo en Cuba) que se inició con el pequeño poemario que titulé De la Sierra

Cubierta de libro.

Celebro aún de Santiago de Cuba haberme permitido captar, en lo esencial, la noción de ser caribeños (as) y herederos (as) de valores culturales y espirituales de ese continente saqueado que es África. La fundación de la Casa del Caribe y del festival “Fiesta del fuego” fue, entre otros, el fruto de una aguda investigación en los pilares de la cultura popular tradicional cubana y de la iniciativa de ese grupo de intelectuales y artistas que, en algunos casos, llegué a tener entre mis mejores amigos. 

En Santiago, ¿cuál de mis sitios favoritos aconsejaría a un turista nacional o internacional? 

Cayo Granma, antes Cayo Smith; el Castillo del Morro, de preferencia al atardecer; El Tivolí;  La Gran Piedra, el Santuario de la Virgen de El Cobre y la Loma del Cimarrón; El Caney, mejor desplazándose hacia los campos y, de ser posible, a El Viso, lugar histórico donde se halla emplazado un gran cañón (y de permanecer allí más de 15 minutos, recomiendo una lectura, un recuerdo, o un pensamiento especialmente clarificado pues eso no te va abandonar ya, nunca, aunque, como yo, hubieras comido allí muchas de las exquisitas mandarinas del Caney junto a un cómplice de entonces que he nombrado Ser).

La Habana me había acogido, aun estando yo en Santiago. Era “rara”, decía los poemas de memoria (sobre todo “Pájaro de La Bruja” y “Agua de otoño”, que gozaron de cierta celebridad). Pero La Habana de los años 80 ya no tenía La Rampa de 1967-68, mi preferencia adolescente para deambular, ver cine, exposiciones, escuchar música y un etc. bien colorido. En La Habana, a partir de 1982, empecé a reconocerme como escritora, por beneficio laboral, aunque viví arrastrando un maletín y muchas veces mi pequeña máquina “Hermes baby” por todo el territorio nacional, en calidad de inspectora del Ministerio de Cultura.

Cubierta de libro.
Cubierta de libro.

¿Qué le debo a esta ciudad? Gratitud. Fundé un Asteroide en la calle Lamparilla 354, donde escribí poemas y libros por primera vez sentada en mi silla (que además sirvió de asiento a algunos jóvenes escritores necesitados, como mi amigo el hoy académico Pedro De Jesús, o mi tan cercano amigo Sigfredo Ariel, o Teresa Mello, entre otros y otras). 

¿Qué aborrezco? La Habana, ciudad encantada, tiene sus parques rotos y descuidados, tiramos sin pudor cualquier cosa que nos sobra con el mayor irrespeto a la belleza y el orden. Hay ciudades en el mundo llenas de túneles, a punto del derrumbe; La Habana (especialmente la Habana Vieja, la profunda) está peligrosamente llena de fosas abiertas. No aborrezco la pobreza, aborrezco el descuido y el abandono. 

El lugar prodigioso, para mí, es la Loma del Cristo, en Casablanca. Allí, lo aseguro, en una foto, sea cual sea el fotógrafo o la fotógrafa, todos somos completamente hermosos, y la ciudad, desde allí, una verdadera maravilla.

Tienes, por mi cuenta, más de diez poemarios publicados. ¿Cuál es aquel título que te representa mejor, donde más estatura alcanza tu palabra?

En estos días daría mi voto a Escritos al revés (Letras cubanas, 2009). 

¿Qué es El libro de los sueños? 

Un artefacto, digámoslo así. Formalmente, un desprendimiento del Archivo de sueños, que inicié en 1983, creo yo que para llenar un gran vacío existencial. Venía de Isla de Pinos. Había descubierto un sueño extenso, premonitorio, en un diario, escrito poco antes de mi salida de Santiago de Cuba. 

Y por demás, me interesa trabajar con la memoria. Y este proyecto resultó un desafío que me ayudó a concentrarme y dar sentido a mi escritura, que había perdido casi todo el espacio durante esos tres años en la pequeña Isla. El libro de los s

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