Por Natalia Uval y Marina Santin
Es lunes y en el Espacio Colabora, en el centro de Montevideo, un grupo de mujeres y representantes de organizaciones sociales se reúnen para conversar sobre el impacto de tener familiares en la cárcel para los niños y niñas. Familias Presentes realiza estos plenarios mes a mes. Están las mujeres que han liderado la conformación de la organización y también hay quienes llegan por primera vez. Una de ellas, vestida con ropa de trabajo ―son las seis de la tarde― y acompañada de una niña, dice que tiene a su hijo recluido en el Penal de Libertad. La emoción le impide seguir hablando.
No se sabe exactamente cuántos niños y niñas tienen a sus padres o madres privados de libertad en Uruguay, el país con más encarcelados por habitante de América del Sur y el décimo del mundo. Serán 30.000, estima alguien en el plenario. El Estado no dispone de esos datos y, por lo tanto, no existen políticas específicas para esa población, rehén de una situación que impacta en sus vidas y en su desarrollo. “El sistema penitenciario no reconoce el entorno afectado por la situación”, alertan. A veces los niños y niñas tienen vergüenza de decir que visitan a su padre o madre en la cárcel, y entonces mienten: “Voy a ver a mi papá al trabajo”, dicen, por ejemplo. Los adultos también lo hacen.
“No toda la familia reacciona de la misma forma. Para una parte de la familia es como si no existiera el tema”, contó a la diaria Carmen [nombre ficticio], una de las mujeres que se acercó al colectivo. Su hijo está privado de libertad, y si bien ella lo visita con regularidad, señala que sus dos hijos mayores “estuvieron seis meses sin ir a ver al hermano, sin preguntar cómo estaba”. “El único que me preguntaba era mi nieto, pobrecito, que me esperaba encontrar sola y me decía: ‘Abuela, no está en una jaula, ¿no?’”.
Lucía [nombre ficticio], otra de las familiares consultadas, plantea el desafío que implica “poder hablar y decir que tengo un familiar privado de libertad” y, a la vez, lo importante que es hacerlo para “visibilizar, porque a cualquiera le puede pasar, y hay que romper con el estigma”. “Yo tengo la alegría de que mis compañeros todos los domingos me preguntan ‘¿Cómo lo encontraste? ¿Cómo estaba? ¿Qué está haciendo?’. Eso te reconforta, porque entonces vos sentís que no lo enterraron, que no está muerto”, agrega Carmen.
Marisa forma parte del colectivo Memoria en Libertad, integrado por niñas, niños y adolescentes que sufrieron las acciones del terrorismo de Estado en el siglo pasado. Ese día, en el plenario dice que hoy se siguen vulnerando los derechos de las infancias, que tienen que faltar a la escuela para asistir a las visitas, que no cuentan con preparación psicológica, que sufren estigmatización social.
Luisina trabaja en un Centro de Atención a la Primera Infancia (CAPI) que atiende a niños y niñas de entre tres meses y cuatro años que viven con sus madres privadas de libertad. Dice que no tienen recursos para atender toda la demanda, que hay niños y niñas aguardando ingreso. Que a veces la única salida que tienen esos niños son las consultas médicas y el CAPI. Un día hicieron una actividad de integración con los niños en La Floresta, en el departamento de Canelones, y sólo autorizaron a una madre a acompañarlos. A veces sancionan a la madre y la trasladan, y su hijo o hija debe interrumpir su proceso educativo.
En Familias Presentes hay un grupo que está trabajando específicamente en el impacto de la cárcel en los niños, niñas y adolescentes que tienen familiares privados de libertad. “Nos preocupan los niños en relación a la cárcel, tanto los que van como los que no van a visitar, porque, en realidad, hay muchas familias que toman la decisión por los niños de que no vayan, o los niños, cuando llega determinado momento, toman la opción de no visitar”, explicó en entrevista con la diaria Gabriela Rodríguez, una de las fundadoras de la asociación. A modo de ejemplo, apuntó que presentarán un proyecto al Instituto Nacional de Rehabilitación para “aliviar el tiempo de espera con alguna actividad recreativa o artística”.
Familias invisibles
En el plenario recuerdan que existen los Principios de Bogotá, que establecen derechos para los familiares de las personas privadas de libertad, y afirman que hay que tratar de eliminar esa visión de que los únicos afectados por la situación de privación de libertad son quienes están recluidos. Uruguay alcanzó, según cifras de 2023, la tasa de prisionización más alta de su historia: unos 400 privados de libertad por cada 100.000 habitantes (en el entorno de los 15.000 presos en todo el país). Esto implica que si hay entre cuatro y cinco familiares afectados por cada preso ―como estiman en el colectivo―, hay unos 70.000 uruguayos afectados directamente por la cárcel.
Pero Familias Presentes no nació de la preocupación de los familiares por su propia situación, sino para trabajar por los derechos de los privados de libertad. Fue con el correr del tiempo, al empezar a conversar entre ellos y conocer más experiencias, que se dieron cuenta de que el derecho de las personas presas “también están vulnerados”, recuerda Rodríguez. “Porque al principio decís ‘no me importa, yo me visto como sea, si quieren que me pare de mano me