«No se comprenderá a nuestro pueblo sin conocer al negro».[1]
No creo que Fernando Ortiz (1881-1969), abogado, historiador, etnólogo, lingüista, sociólogo, y Lydia Cabrera (1899-1991), etnóloga, investigadora y narradora, hayan compartido posicionamiento en sus tratos con la fuente africana como elemento conformador de la cultura cubana. Esto no resta mérito a la labor orticiana al respecto, uno de los tres pilares de los estudios afrocubanos en Cuba, junto a la obra desarrollada por Rómulo Lachatañeré (1909-1951); simplemente alude a una de las diferencias entre ellos y sus correspondientes aportes al tema.[2]
Tal vez la clave pueda hallarse en la fina sensibilidad de Lydia, en su sentido del humor, su espíritu ajeno a los convencionalismos, en las características de sus propios padres —hija, como se conoce, del jurista, hombre de letras e independentista Raimundo Cabrera— y, por supuesto, en la convivencia con los empleados negros relacionados con su familia.
Cuando Lydia decidió irse a París poco sabía aún de las culturas de origen africano. En la capital francesa prosiguió sus estudios de pintura[3] a fines de la tercera década del siglo xx en L’ École du Louvre, por tres años, a la vez que seguía varios cursos en L’École des Beaux-Arts como oyente. Allí incrementó su conocimiento de las religiones orientales y las mitologías y tradiciones pertinentes (India, China y Japón, particularmente) y vivenció el descubrimiento europeo de las culturas negras que tanto repercutiría en toda la creación artística del occidente.
Las historias con las que acompañaron su infancia y primera adolescencia las personas negras vinculadas con su casa y otras semejantes que atesoró después,[4] le daban libertad para ficcionar y divertirse, y divertir a otros. Se sabe que con tal intención dedicó lo que luego conoceremos como sus Cuentos negros de Cuba a su amiga, la reconocida escritora venezolana Teresa de la Parra, mientras esta trataba de recuperar su salud en el sanatorio de Leysin, Suiza.[5]
Más tarde, como sucedió con otros intelectuales, el escenario bélico la apartó de Europa y, en su caso, la regresó a la patria. A ese contexto debemos el arribo a Cuba y a otras tierras de América de un conjunto valioso de artistas e intelectuales europeos que, en algunos casos, dejaron una huella fecunda entre nosotros.
En ese tránsito obligado Lydia se preguntó cuánto quedaría aún en estas tierras suyas de las tradiciones africanas. Dar respuesta a tal interrogante significó el inicio de una pasión.
Una desconocida para nosotros
En decenas de textos es posible encontrar su itinerario vital en detalle, por lo cual no me detendré en ello. Aunque vale aclarar que Lydia Cabrera Marcaida a quien Miguel Barnet —entonces presidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac)— situó entre las escritoras cubanas más importantes de nuestra historia literaria, en ocasión de celebrarse el aniversario 120 de su natalicio, hace apenas cinco años, es aún una desconocida entre nosotros. La mayor parte de lo que se estudia, escribe y socializa sobre ella y su obra tiene lugar fuera de Cuba, en particular en Estados Unidos (Miami, sobre todo) y España.
Si mal conocemos ese universo —puesto que por su extensión y profundidad parece oportuno el símil— que se llama Fernando Ortiz, mientras muy poco hablamos y menos sabemos de Rómulo Lachatañeré, a pesar de que ambos desarrollaron y terminaron sus vidas en Cuba, a Lydia se le mantiene excomulgada de la difusión y el estudio de la cultura cubana a partir del 24 de julio de 1960, cuando dejó sus propiedades en la Quinta San José, una finca con una hermosa y antigua casa, exquisitamente amueblada por ella y María Teresa de Rojas,[6] situada en la barriada de Pogolotti, Marianao, y, llevándose sus libretas de notas, tomó el camino del exilio en desacuerdo franco con el cambio político operado en el país, asunto al cual se refirió sin ambages durante toda su vida, del mismo modo que declaraba no sentirse a gusto en los Estados Unidos.
Su espíritu no se avenía al modo de vida estadounidense.[7] Hubiera preferido España como sitio permanente de residencia, pero ni su economía ni su salud resultaron favorables a dicho proyecto.
Al marcharse de Cuba Lydia Cabrera dejaba atrás su humus, sus fuentes, todo aquello que por más de dos décadas la había inspirado e impelido sin descanso. La ruptura fue profunda y necesitó un espacio de asimilación y reacomodo que se expresó, primeramente, en una década de silencio.
A pesar de ello, había acumulado tanta información mientras permaneció en su tierra y, sobre todo, había logrado un nivel tan profundo de conocimiento, comprensión y empatía con los cubanos descendientes de africanos con quienes se relacionó durante esos años, que, cual si ella misma recreara en su propia vida el proceso espiritual de reafirmación de sus raíces vivido por sus amigos afrodescendientes, fue capaz de remontar la distancia física y tener una vida intelectual plena apegada a estos asuntos hasta una edad avanzada.
El método de «no intervención»
La época en la cual producen Ortiz, Lachatañeré y Cabrera no se distingue precisamente por el auge de los estudios antropológicos y etnográficos. Fue necesario, entonces, como tantas veces antes o después, crear y probar los medios, los recursos, los métodos.
A la investigadora blanca los afrocubanos la acogieron entre ellos porque observaron que se acercaba con respeto, tomaba notas en detalle que luego transcribía con suma fidelidad; «transcribo sin interpretar», dijo en más de una ocasión acerca de su manera de recopilar la información y trabajar con ella.
El célebre antropólogo francés Roger Bastide calificó su método como «de no intervención». En efecto, en los textos que Lydia había tenido como referente le parecía que la presencia del antropólogo, con sus valoraciones y comentarios, perturbaba la comunicación entre el informante—representante de un grupo o una cultura— y el lector.
En su opinión, había también una cierta apropiación no del todo lícita, por cuanto no era necesaria en ese acto: «me pareció más honrado dar el documento vivo», se expresaba al respecto. Del mismo modo les otorgaba todo el mérito a sus informantes afrocubanos de La Habana, Trinidad y Matanzas,[8] lugares de su preferencia. A Francisquilla Ibáñez, matancera, le agradecía: «me entregó el mundo africano».
Esta manera neutra, como