Desde niños nos envuelve, nos rodea, no en la tristeza del homenaje oficial, en la cita del político frío, o en el tributo inevitable del articulista de turno, sino en cada momento en que hemos podido entrever, en su oscura y fragmentaria ráfaga, el misterioso cuerpo de nuestra patria o de nuestra propia alma. Él solo es nuestra entera sustancia nacional y universal. Y allí donde en la medida de nuestras fuerzas participemos de ella, tendremos que encontrarnos con aquel que la realizó plenamente, y que en la abundancia de su corazón y el sacrificio de su vida dio con la naturalidad virginal del hombre.
Acaso por esto, siempre nos parece que los demás nos lo desconocen o fragmentan, porque cada cubano ve en él, un poco, su propio secreto. Y así lo vemos como el hermano mayor perdido, el que tenía más rasgos del padre, y al que todos quisiéramos parecernos porque contiene nuestra imagen intacta a la luz de una fe perdida. Pensamos que si estuviera entre nosotros todo sería distinto, lo cual es a la vez lo más sencillo y lo más misterioso que se pueda decir de alguien. Desconfiados por hábito o malicia, creemos en él a ciegas; enemigos de la rigidez de todo orden, aun del provechoso y útil, nos volvemos a este austero en quien la libertad no fue una cosa distinta del sacrificio; burlones y débiles, buscamos, como a invisible juez, la gravedad de este hombre, poderoso y delicado. Él es el conjurador popular de todos nuestros males, el último reducto de nuestra confianza, y olvidadizos por naturaleza, rendimos homenaje diario, profundo o mediocre, a aquel hombrecillo de cuerpo enjuto, de frente luminosa y ojos de una penetrante dulzura, que tiene esta irresistible fuerza: la de conmover.
Conmueve si escribe, si habla, si vive, si muere. ¿Cuál es su secreto? Él no actúa: obra. Todo lo que hace está como tocado de un fulgor perenne. Si aún niño le escribe a su madre que monta en su caballo brioso, si escucha en la penumbra del colegio de Mendive los tímidos sabores cubanos que después habían de arrebatarlo para siempre, si sufre con Lino Figueredo, si estudia en el destierro, si ama siempre, se graba y permanece de todos modos en la memoria, con el levitón conmovedor, la voz grave y encendida, en la tribuna humilde, en el billete escrito al pie del barco que va a partir, con las grandes y generosas letras con que firma “Su José Martí” en las cartas más hermosas y ardientes que un hombre ha escrito jamás a otro hombre.
Él no teme decir esas delicadezas que tantos evitan por una falsa idea de la hombría. “[…] flor de toda ternura, y hermano mío”, llama en carta antológica a su amigo Serra. “[…] haga como si lo estuviese yo siempre viendo”, repite con frecuencia. Y nos sobrecogen siempre un poco esas cartas que escribe desde la oficina de Front Street de Nueva York, que termina con un “Quiérame”, “Piénseme”, que tienen tanto de contenido como de vehemente, de generoso como de necesitado. Cartas suyas de períodos largos que se cierran, de pronto, con una frase breve como un relámpago y que tiene como la veladura de la muerte.
Cuando lo evocamos en estos primeros años neoyorkinos en que aún es desconocido por sus compatriotas, trabajando hasta bien entrada la noche en una labor mecánica de remuneración pobrísima, entre el calor agotante, “de que solo lo consuela —nos dice Iduarte—, el elevado y el vaporcito que lo lleva a Brooklyn, corriendo con su bombincito negro y su casaca común por todos los rincones de la gran colmena americana”, pensamos maravillados que es por entonces no solo el escritor que asombra a Darío sino el hombre de quien afirma un soldado humilde: no entendíamos todo lo que decía, pero al oírlo, queríamos morir por él.
Lo vemos venciendo las reticencias de los hombres de la Guerra grande hacia la guerra nueva, de espíritu diferente, a puro amor de hijo y desinterés de héroe. Es enérgico y dulce. Apena leer las cartas que escribe a Maceo receloso y a Gómez sagaz. Pero no vio nuestra isla mañana más pura que aquella en que el viejo guerrero miró con sus ojos de malicia campesina el intenso rostro piadoso, y sonriendo, le tendió la mano a la subida de una loma o le cargó la mochila.
De noche, después de las fatigosas marchas del día, vela mientras los otros duermen, cura y alienta a los heridos, escribe entre las hamacas y las candelas nocturnas, las que sabe que serán sus últimas cartas, a Mercado, a Quesada o a la pequeña María Mantilla, a la que enseña, con conmovedor cuidado, cómo ha de hacer la plana diaria de francés para traducir poco a poco L’Histoire Générale, o aprender geografía siguiendo el viaje de él en su diccionario, aunque sabemos que el dedo de la niña sobre el mapa señalando Cap Haïtien se ha de detener tan pronto. Y es que atiende a lo grande y a lo ínfimo, y si escribe con sencillez: “sirve, y habla con finura”, también comprende: “No tengas nunca miedo a sufrir”.
Este orador nato, que puede conmover y arengar como nadie, tiene el secreto, acaso más difícil, de hablarle a una niña, con este tono encantador por su simplicidad y su ternura:
“¿Ves el cerezo grande, el que da sombra a la casa de las gallinas? Pues ese soy yo, con tantos ojos como tiene hojas él, y con tantos brazos, para abrazarte, como él tiene ramas. Y todo lo que hagas, y lo que pienses, lo veré yo, como lo ve el cerezo.—Tú sabes que yo soy brujo, y que adivino los pensamientos desde lejos, y soy como los vestidos de esas bailarinas clavadas a un cartón que anuncian el agua, que cuando hay tiempo bueno tienen el vestido azul, y si el tiempo es malo, el vestido es de color de un golpe, de morado oscuro, y si hay tormenta, negro. Si piensas algo que no me puedas decir, de lejos lo sentiré, por dondequiera que yo ande, y me pondré oscuro, como el vestido que anuncia el mal tiempo”.
¿Quién reconocería en este hombre exquisito y familiar, casi tímido, según afirman, en el trato diario, a aquel que cierra así el párrafo de un discurso, después de haber evocado, como el que lo está viendo, toda la historia americana en frases que parecen versos?:
“¡A caballo, la América entera! Y resuenan en la noche, con todas las estrellas encendidas, por llanos y por montes, los cascos redentores. Hablándoles a sus indios va el clérigo de México. Con la lanza en la boca pasan la corriente desnuda los indios venezolanos. Los rotos de Chile marchan juntos, brazo en brazo, con los cholos del Perú. Con el gorro frigio del liberto van los negros cantando, detrás del estandarte azul. De poncho y bota de potro, ondeando las bolas, van, a escape de triunfo, los escuadrones de gauchos. Cabalgan, suelto el cabello, los pehuenches resucitados, voleando sobre la cabeza la chuza emplumada. Pintados de guerrear vienen tendidos sobre el cuello los araucos, con la lanza de tacuarilla coronada de plumas de colores; y al alba, cuando la luz virgen se derrama por los despeñaderos, se ve a San Martín, allá sobre la nieve, cresta del monte y corona de la revolución, que va, envuelto en su capa de batalla, cruzando los Andes. ¿Adónde va la América, y quién la junta y guía? Sola, y como un solo pueblo, se levanta. Sola pelea. Vencerá, sola”.
Nótese cómo el movimiento creciente, de tan épico impulso, de las primeras frases, se ve al final acallado por la figura quieta del héroe en la solemnidad de la nieve.
Voluntariamente contrapongo el tono recogido de sus cartas al libre y henchido de los discursos para obtener rápidamente su doble imagen, ese cruce de lo armonioso y lo desgarrado que constituye su verdadera originalidad. Lo armonioso que le yergue y le dilata el párrafo, le templa y unifica el carácter, le descubre lo Uno en lo diverso en fin, y lo desgarrado que contiene y liberta a la vez su poesía, vela de tristeza sus conmovedoras despedidas, lo echa del bienestar de una vida simplemente justa a la agonía “creciente y necesaria” de una vida heroica. De no haber tenido esa doble dimensión, habría sido acaso tan solo un seguidor de Emerson o de Walt Whitman, de los que escribió tan hermosas páginas.
Pero no se crea que le señalamos una contradicción a la figura más plena de nuestra América. Creemos por el contrario que la intuición central de Martí hay que buscarla en el sentimiento de la relación necesaria entre ambas zonas y aun en la certidumbre de su secreta unidad. De ello proviene el sentido de su poesía y de su vida. Es esta unidad la que liga invisiblemente las estrofillas de sus Versos sencillos, dándoles tantas sutiles correspondencias de sentido a todo lo que observa en la naturaleza y en su alma. Es esta unidad la que ve en el mal siempre un accidente y en la bondad una esencia. Es también esta unidad la que percibe en la Historia de América. La evoca, a un tiempo que en sus más primorosos detalles, con lujo de pintor y cariño de hijo, en sus giros más amplios, con un sentido coral de voces que entran y se entremezclan, y que, naciendo solas, van a afluir a la misma crecedora música. Y es este sentido coral de la historia americana lo que lo lleva a afirmar de nuevo la unidad de sentido y de destino de los pueblos nuestros, y a percibir, coralmente también, el sufrimiento, no acallado por la armonía general, sino —más cristiano en esto que griego— preparando su advenimiento.
El hombre
Es en esta fe en la bondad natural de lo creado donde hay que buscar el secreto de la fascinación —no encuentro otra palabra mejor—, que ejerció sobre los que lo conocieron. Pues tiene esa virtud —acaso menos frecuente que el valor o el talento—, de provocar los dones mejores de cada hombre. Unas pocas horas en un lugar le bastan para dejarlo todo transformado e iluminado por su verdadero sentido. En cualquier momento de su vida que lo evoquemos lo veremos rodeado de rostros conmovidos, como si él les hubiera devuelto una relación olvidada y más antigua con el mundo, rostros humildes como los de las guajiritas de Jesús Domínguez que siembran para él unos tiestos de flores, o David, el de las Islas Turcas, que le da su único chaquetón en la cubierta para que le sirva de almohada, o el del librero, “el caballero negro de Haití”, a quien manda dinero para unos libros y “me manda los libros” —dice Martí—, “—y los dos pesos”. Rostros anónimos, en su hora de claridad, que se detienen un poco extrañados ante este que siempre se está como despidiendo un poco, pero cuyo paso los ha tocado, y al que no podrán ya olvidar. Sí, todo el que lo oyó un momento o lo conoció alguna vez, nos hablará luego de él como el que ha visto un milagro.
Ah, no haberle visto nunca entrar a aquellas oscuras tribunas de Liceo provinciano donde su nombre se anunciaba al fervor de un público vario —trabajadores en quienes los vacíos de la cultura entregan un estilo de atención y candor que en medios más elevados falta, muchachas que apenas salidas de la niñez ya tienen ese maduro señorío de la criolla, jóvenes cuyas aspiraciones más íntimas no son aún diferentes de la realización exterior de su país, viejos que esperan en el trabajo de las inmigraciones, con los recuerdos recientes del ‘68 y su sabor gustoso y prohibido—, no haber oído esos párrafos de tan compleja y delicada estructura que se asombra uno que fueran dejados a la improvisación del momento y en los que lo exquisito volvió a ser el modo más natural de dirigirse a todos, no haber oído aquella grave voz vehemente —que casi sentimos intacta en la lectura—, en la que las palabras “Cuba”, “cubano” tenían todo el orgullo y la confianza en nuestra naturaleza que ahora nos falta, palabras con el decoro y la tiesura que todavía tienen en nuestro campo.
No deja de ser extraña esta irresistible piedad y ternura que lo lleva a todo hombre en alguien que conoció tan de cerca la maldad humana. Recordemos que es apenas un muchacho cuando conoce todos los horrores del presidio que después relatará en el folleto famoso. Allí —donde apenas gasta, por darlo a los otros, el poco dinero que le consigue el padre para los parcos consuelos del café—, ve encerrar a un niño y martirizar a un anciano. Allí lo rodean de grillos cuya marca conservará toda la vida. De modo que conoce bien a esa “fiera admirable” como llama al hombre, pero a pesar de todo eso nos dice que “no ha encontrado nada más maravilloso en toda la Creación”. Porque el hombre —dice bellamente—, “no es lo que se ve, sino lo que no se ve”.
A primera vista diríamos que su idea del hombre es roussoniana, pues cree con este que solo hay que producirle un medio de bondad para que aparezca lo hasta entonces velado: el hombre bueno, original. También escribe que “lo impuesto es vano, y lo libre es vivífico”, y todas sus ideas están en el fondo sustentadas por esta fe en lo natural frente a lo convencional o impuesto, que le exige en la vida la libertad, en lo político la independencia, en lo poético la inspiración y la conciencia en lo religioso. Pero decimos que su semejanza con Rousseau —inevitable hasta cierto punto y necesaria por su fermento revolucionario en la época—, es más aparente que real, porque creemos que en él el antagonismo naturaleza-convención no se identifica tan rápidamente como en Rousseau al antagonismo bondad-pecado. Esa “naturaleza” no es para él algo tan resuelto y estático. Martí cree que “la humanidad no se redime sino por determinada cantidad de sufrimiento, y cuando unos la esquivan, es preciso que otros la acumulen, para que así se salven todos”. ¿Cómo? ¿Qué falta nos hacen estas extrañas palabras para explicarnos al solitario “hombre natural”? Es que en el fondo su idea del hombre está mucho más cerca de Cristo que de Rousseau. Aunque no afirme dogmáticamente el pecado original —que remonta el origen del mal al hombre y no a la convención—, hay en él la oscura evidencia de algo que hay que redimir en uno, que es lo que late confusamente y como a destiempo en la carta juvenil que manda a Rosario, la de Acuña, cuando le dice que él necesita encontrar una justificación noble de su vida. Evidencia de un ser que no se basta a sí mismo, como se basta lo que es solo natural, sino que sus límites por el contrario están fuera, y que solo se empieza a poseer al darse sin tasa en bien de los otros. Ya al fin de su vida esto cobra el sentido no de un altruismo amoroso sino de una reparación cósmica. Recordemos que es el hombre que escribe “¡la muerte es un derecho!” o esto que resulta poco lógico en un discípulo de Rousseau: “—El martirio: he aquí la calma”. Pues Rousseau quiere una vuelta a la naturaleza en tanto que ella ofrece “armonía y proporciones”, pero ha habido siempre algo pagano en este amor a la armonía y a las proporciones. Esta naturaleza que quisiera devolver al hombre no es ciertamente la original, perdida por el pecado, sino una especie de inocencia segunda, que es solo una apariencia de orden y una falsa unidad. No sé si Martí fue consciente de esta vaga contradicción entre su idea un poco roussoniana del hombre natural “que nace bueno” y su inmensa sed cristiana de reparación por el sacrificio. Frente a aquella “armonía y proporciones” el sacrificio aparece como algo desproporcionado, como una distensión de lo natural, que solo se justifica por un sentirse a sí mismo como indigencia esencial, vivida no en el plano histórico de la convención, sino en el metafísico del ser.
Esta “naturalidad” no podrá ser en él, pues, un estado al que se regresa, sino un movimiento por el que se llega a merecer la existencia. No se trata de una moral a posteriori, sino de un dilema en el ser mismo, por el cual la idea de sacrificio se le fue ahondando cada vez más hacia el sentido de una urgencia no de lo fortuito o histórico sino de lo esencial y necesario. Solo así se nos torna explicable la importancia que da al sufrimiento, cuya justificación racional o meramente histórica buscaríamos en vano, como si por encima de la naturaleza humana, del armonioso y proporcionado mundo moral, existiera una exigencia espiritual aún mayor: la sobrenaturalidad del sacrificio.
La obra y la vida
Su obra se nos aparece como el inmenso preludio de un ofrecimiento mayor, tan fundida a su propia vida que sentimos la insuficiencia de lo literario en sí mismo para explicárnosla. A veces nos angustia esa poesía que desprende, tan disímil que confunde y desorienta al extraño, donde no hallaremos nunca esas pequeñas malicias que siempre ha tenido el escritor para escoger, aprovechar, componer, y que hace que aparezcan ideas o imágenes esenciales, que hubieran requerido tratamiento aparte, en un artículo de circunstancias, acaso aparecido en un periódico local, y que posiblemente no conozca nunca aquél que no ha rastreado morosamente toda su vasta obra. Y sin embargo comprendemos que no podríamos sin desnaturalizarlos, entresacar esos momentos que nos revelan ese no reservarse nunca, ni aún en lo trivial, que es como una suerte de delicadeza oculta. Tampoco al árbol lo hacen más bello sus colecciones mejores de hojas, sino su cuerpo desigual e indivisible en la luz. Pero así, generosamente natural, a un tiempo “trémulo y arrebatado”, nos dará a veces esas páginas inolvidables, en que lo espontáneo se nos aparece como una exactitud orgánica, más exquisita que la consciente.
Nos entristecemos a veces de tanta ausencia de prevención con el tiempo. ¿Acaso no se sabe que los discursos que conocemos son solo una pequeña parte de los que pronunció —ante auditorios humildes de emigrados o tabaqueros—, que él sentía todo lo que había hecho como producto de las circunstancias, y que se iba “con sus libros inescritos” a la tumba? Pero a la tristeza nos sucede la tranquila certidumbre de que acaso el escritor que se hubiera detenido a recoger todo lo escrito, sin dejar perder nada, nos habría dado también otros discursos, y reconocemos entonces que ese inmenso impulso de desinterés que le hizo olvidar los trabajos perdidos es el que hace que nos emocionen de un modo tan singular los trabajos salvados.
Obra y vida, perfección o abandono, se nos ofrecen en una sola pieza en estas figuras americanas que todavía no han aprendido a separarse de sí mismas y en las cuales no encontraremos ese sentido europeo del espíritu como mirada, creación, ironía, juego. Mucho más elementales, más refinados y simples a un tiempo, ellos pertenecen a la Naturaleza. ¡La Naturaleza! Frente a las formas impuestas desde afuera, ella representa a un tiempo la tierra y el alma, que amenazadas a la vez, se le confunden y abrazan para siempre, lo propio y creador, lo libre y lo vivo, en toda su sobrecogedora dulzura. Y pues es ella con lo único que contamos frente al prestado esplendor de lo extranjero, porque fecunda y maternal es su pobreza: “Muévante siempre —dice Martí a un poeta americano— estos solemnes vientos”.
Y aquí no podemos menos que detenernos —siquiera sea un momento—, en el modo tan distinto que tuvo Darío —tan fascinado por las formas—, de sentir lo americano. No podemos entrar en las relaciones que acaso ello tenga con ese fondo pasivo —por algo tenía de indio—, desolado, que hay detrás del sentido luminoso y sonoro de la forma en Darío, de toda su conmovedora pompa americana. La posición de Martí creemos que está dada por el hecho de ser un creyente, y por esto mismo, un ser profundamente activo, que más que expresar lo americano se propone actualizarlo, aunque para ello tenga que sacrificar la inmovilidad de la forma o el cuidado de la vida. Si uno compara las figuras políticas o literarias que estudió Martí con las que aparecen en Los raros de Rubén Darío, tendremos que anotarle al segundo una mayor conciencia de lo literario en sí mismo, del límite formal. Darío da la impresión que sabe todo lo que va a decir, como si lo tuviera delante de sus ojos y pudiera modelarlo en todos sus detalles, escucharle todas sus sonoridades. Pero Martí, menos espacial o arquitectónico, más ligado a las sugestiones del tiempo, nos da la angustiosa sensación de que la riqueza mayor de las imágenes y su desbordante precisión nacen a cada momento del azar de la mirada contra las impaciencias de su espíritu y su imaginación.
A Darío le suena más la palabra, a Martí el idioma. Es de los pocos escritores que parecen escribir con todo el idioma. No tiene la sonoridad fija de Darío, pero por lo mismo ha sido capaz de una poesía de lo simultáneo que no creo que haya sido igualada. Las palabras no se le configuran en la página ligadas indisolublemente al espacio y al límite de la expresión como en Darío, cuya sonoridad es metálica —dura, vibrante, sonora—, sino que sus metáforas más bien que hechas están haciéndose, las palabras se abrazan unas a otras, y lo que percibimos es, más que ellas mismas o lo que ellas significan, el rumor envolvente de su último y más amoroso sentido. “El rumor de la palma anda mucho más lejos que la palma”, escribía.
En este asombroso escritor que se avergüenza siempre de escribir porque solo lo que va a hacer le parece digno, las palabras parecen actos: eficaces y límpidas, están más ligadas a la voz que a la letra. No es que tenga un vocabulario “rico” —esto da demasiada idea de un adorno o un privilegio de formación—, es que cuenta con el caudal del idioma con la naturalidad del que lo toma de su fuente, sin esfuerzo visible. ¿Cuándo los verbos fueron más móviles, precisos, cambiantes? Puede seguir con palabras la variación más sutil de movimiento. ¿Y los adjetivos? Lea su crónica “El 10 de Abril” quien quiera asistir a un desfile de parejas de adjetivos casi tan bello como el desfile de patriotas que con ellos evocaba. Es lástima no poder dedicarle a todo esto más tiempo.
Que un escritor como este se haya ofrecido a la acción ha dado lugar a un doble equívoco: unos dan en creer que ello resulta un símbolo de lo que debe ser todo hombre de letras que no esté vuelto de espaldas a los ideales comunes de su pueblo; otros —los amantes de la poesía entre ellos—, se duelen por la obra que nos habría dejado de no haber estado obsedido por la independencia de su patria. Y es que acción y contemplación se suelen ver como dos órdenes diferentes que tienen tan poco que ver entre sí que es necesario abandonar uno para entregarse al otro, menospreciando alguno de los dos, cuando son justamente estas figuras como la de Martí las que nos revelan más claramente su misteriosa relación. Pues la acción no es la agitación vacía con que se la confunde ni la contemplación es una vacía especulación. Solo han actuado realmente aquellos hombres en que el acto ha sido —como decía un apologista católico—, solo esto: sobreabundancia de la contemplación. No creo que haya definición más justa. Es preciso llenarnos de silencio y soledad para que sobreabundemos en palabra y en obra. El vaso colmado de agua desborda naturalmente hacia fuera, y el alma colmada de contemplación actúa y fecunda. Pero todo acto que no procede de una contemplación es hueco y estéril, porque ya no es el agua que desborda de una fuente manteniéndola intacta y llena, sino la que se vacía poco a poco de un cántaro hasta que no queda nada en él. ¿Qué idea tenemos de lo que es esa fuerza tremenda y exquisita de la acción? ¿Es algo acaso que hay que dejarle a los bárbaros, que no necesitan madurez? Cristo meditó treinta años, actuó solo tres, pero todavía el mundo se mueve por la semana de su pasión. El demagogo que con Martí de bastón, le pide al menos dotado que interrumpa su labor interior para dedicarse a algo útil para todos, no se da cuenta hasta qué punto está minando la fuente futura y misteriosa de toda acción verdadera y hasta qué punto puede ser más útil —si no le alcanzan las fuerzas para llegar a ese fondo—, absteniéndose de ofrecer una inmadura y festinada actividad. Pues para dar ¿no hay que tener? ¿Y cómo si no en soledad se podrá seguir ese delicadísimo descenso del alma hasta su propio centro de caridad? Luego hay que aislarse primero de los demás para poder ofrecer algo a los demás. Hoy se le pide al intelectual que intervenga en la vida pública, y este se siente en el deber —cuántas veces prematuro—, de influir y mejorar. Pero cada vez que una obra ha influido realmente no ha sido por una decisión voluntaria de su autor, sino por una sobreabundancia involuntaria de la obra misma, no por un interrumpir su soledad, sino por ahondarla hasta ese centro último que es siempre una trascendencia y una entrega. Lo que hay en el fondo de aquella exigencia es un inmenso desprecio de la contemplación, que se disfraza de servicio, sin comprender que en ella se funda la acción que permanece. Muchos escritores de buena fe caen en el lazo, pero ay, que no es tan fácil imitar a estos hombres como Martí en los cuales el acto es su intimidad. En ellos actuar no es abandonar la contemplación sino consumarla.
Lo cubano
Pero también nos parece falsa la otra posición que ve en Martí una gran obra literaria frustrada. Uno tiende a pensar: ¡qué inmenso poeta sacrificó a su labor redentora! Este pensamiento toma tintes casi de reproche en las páginas que le dedicó Darío a su muerte. Pero esto es una falacia. Los hombres como Martí tienen poco que ver con el azar. Solo al hombre común le sucede el azar. En el no común todo es destino. Desde niño, parece que lo tiene delante; la carta que le escribe a su madre poco antes de morir —esa carta que Unamuno llama una de las oraciones más bellas que se han escrito en lengua española—, es la carta asombrosa del que sabe que va a morir. Frente a su muerte sentimos no el azar que interrumpe sino el destino que sella, el generoso cántico de “su” hora profunda, cuya alegría lo turbó como un niño, y después de la cual ya no era posible vivir. Cuando leemos sus últimas cartas desde el campamento, su diario, tenemos la arrasadora sensación de que es cierto que ha llegado, como él dice, a la plenitud de su naturaleza, como esos temas musicales, largamente preparados a lo largo de una sinfonía y que percibimos solo hacia el fin en su verdadera, golpeante nitidez. Tal parece como si la batalla real lo hubiera rechazado de su campo, a él que fue hombre de acción espiritual, lo hubiera hecho retroceder al mundo suyo y distinto, al impulso ideal de morir. Al borde de la acción oscura, sin poder llegar a su centro mágico quedó Martí, como si no quisiera ofrecer allí sino su propia muerte, a la que fue con el candor augusto de los fuertes, ligero “como un niño”. Y si acaso hubiéramos podido estar allí, frente a su pobre cuerpo derribado, hubiéramos comprendido de pronto toda la diferencia que va del guerrero a quien mata siempre un solo hombre y el mártir a quien matan un poco todos los hombres.
Pero no es solo porque toda su vida tiene la cualidad necesaria de un destino por lo que no podemos comprender su muerte como una frustración. Es que la sustancia misma de su estilo es el sacrificio. Su mirada es la del que va a decir adiós, la del que se va. Por eso es tan penetradora, tan “rápida”. Se ve siempre que le interesa otra cosa más que el hecho de decir lo que dice. La pura fruición del escribir ha producido sin duda obras maestras, pero no es suficiente para explicar algunas obras maestras. El acento inconfundible de Martí como escritor, lo que le da el tono más suyo, es ese grado de tensión que tienen las palabras como el de un arco que dispara una flecha a otro blanco lejano. Él va a otro sitio, y por eso, “de un ojeo copio toda la sala”, nos dice en el Diario. Uno no puede menos que asombrarse de todo lo que “mira” con solo estar unos segundos en un lugar. Y del mismo modo que las cosas se nos fijan en una forma más indeleble cuando las vamos a abandonar para siempre, he tenido a menudo la sensación de que es esa ausencia de “detención” en las cosas, de fruición por ellas mismas, lo que da al estilo de Martí esa mirada última, amorosa, que las fija y las trasciende, y el secreto de su intensidad se nos aparece explicado por esa mirada que precede a una despedida, en que rostros y cosas se nos fijan tan profundamente, esa mirada del huésped en una ciudad extraña en la que se va a estar solo un breve tiempo. Y así, no podemos olvidar ya nunca las prístinas imágenes nocturnas de la isla en el desembarco (último Diario), que es como rumoroso preludio de imágenes y sonidos cubanos, la crecida del río “con estruendo de piedras que parecía de tiros”, las conversaciones para ordenar las patrullas, para asar el puerco en la improvisada parrilla, mientras el General le cuelga la hamaca como a hijo y viene José con los catauros de miel. ¿Cuándo tuvo nuestra poesía estas calidades: “y otro, flotaba al aire, leve, veteado…”? ¿Cómo explicar la presencia en su expresión de ese “imponderable” de lo cubano, que hace que diferenciemos al punto las páginas que escribe sobre Juárez o Bolívar de las que dedica a Gómez, por ejemplo, o al campo nuestro en las páginas del Diario? Estas últimas diríamos que son más blancas, más siluetadas, tienen esa “lisura” tan cubana —acaso posterior a la intimidad penumbrosa de lo criollo—, ese modo de aparecer las cosas en la luz como si no tuvieran nada detrás, en una especie de pobre, dura, rugosa intemperie.
Martí es acaso el primero en quien lo paradisíaco nuestro no se confunde con el paisaje “virgen” que descubre el cansancio europeo y que influye hasta en el mismo Heredia con sus “palmas deliciosas”, redondeándole radiosamente su esbelto tono propio. Poesía que llamaríamos de “descubrimiento” a la que debemos tanta Oda superficial, en la que la enumeración de las frutas y las delicias del clima hacen todo el gasto poético. Qué diferencia entre estas “palmas deliciosas” que ve Heredia en su poema mayor, y estos “tristes”, estos “mágicos palmares” que en un simple poema de circunstancias ve Martí.
Y es que ni como escritor ni como hombre es Martí un romántico sino un realista. Todos los mártires lo son. Por esto, si los poetas anteriores nos dan el elogio, la sorpresa o la nostalgia del campo cubano, solo Martí nos da su ser mismo, en una especie de apasionada objetividad. Para la bondad, como para la poesía, tiene un adjetivo preferido, nos dice que la bondad es útil, que la poesía es útil a los pueblos. Reduce sus contenidos románticos y se atiene a los prácticos, pero no al modo del pragmatismo posterior que refiere lo útil al plano histórico de la existencia humana, sino que tal parece —aunque Martí no se extendió nunca sobre este tema—, que ve en estas formas elevadas una utilidad diríamos ontológica, referida no a la existencia sino a la esencia del hombre o de los pueblos. Esta palabra “útil” tiene en él un sabor especial, porque sentimos que envuelve también al espíritu desposeído de su soberbia. ¿No nos dice que la virtud preserva como la sal al alimento?