El cuento de nunca acabar. Con cierto estigma macondiano, esta frase parece enraizada en parte nada despreciable del imaginario popular, de punta a cabo de la geografía nacional, tras padecer estoicamente penosas jornadas sin servicio eléctrico durante meses. Los denominados «apagones» constituyen uno de los símbolos más reiterados —y temidos— por los que se pulsan o definen los vértices de agravación de la crisis socioeconómica en Cuba, no solo la actual, sino en los últimos tiempos.
Décadas de apagones, falta de soluciones duraderas, insolvencias financieras y la herencia de una infraestructura energética que —como Ulises por el ambivalente mar de la Odisea— ha navegado a través de un maremágnum de obsolescencias, mantenimientos, carencias de combustibles y recursos, accidentes y averías de diversa índole, ya sea por errores humanos o el bloqueo duplicado, han conducido a un momento de máxima tensión; la encrucijada de Escila y Caribdis. Claro —y de eso va la parábola homérica—: frente a los peores dilemas es cuando mejor se miden la reciedumbre moral y el ingenio del hombre para vencer las corrientes adversas.
El problema es estructural y cíclico, de ahí que sea punto fijo en el discurso diario y la ocupación de las autoridades. Es común oír que «se viene analizando» o «se está buscando» —resulta interesante en ese esquematismo narrativo el (ab)uso del gerundio y del sujeto indefinido— soluciones a corto, mediano y largo plazos sobre el tema energético en el país. El compromiso es «seguir trabajando a brazo partido» y, sobre todo, hallar alternativas ventajosas y estables; pero mientras se hace la luz y concretan los resultados, como el dinosaurio del minicuento, el apagón sigue ahí. Así lo indica cada mañana un cansino reporte desde el «despacho de carga» del Ministerio de Energía y Minas (Minem) y los constantes estados de opinión en redes.
El problema es estructural y cíclico, de ahí que sea punto fijo en el discurso diario y la ocupación de las autoridades.
La realidad es que más que insistir en olímpicas promesas de mejorías hacia 2030, el infinito y más allá, urge una transformación estratégica y apreciable de la generación energética alineada al mejoramiento de la producción de bienes y servicios, y de los mecanismos de distribución y consumo, lo que desembocaría en una mejor calidad de vida. Por supuesto, del dicho al hecho… no va un lecho de rosas. Nunca ha tenido el cubano una travesía alfombrada.
La historia es demasiado larga. Sin tiempo ni espacio para recorrerla completa, aquí propongo esta recapitulación —como a grandes saltos por las chinas pelonas de un río— de los momentos clave, a mi juicio, que han delineado el rumbo del Sistema Eléctrico Nacional (SEN).
Las imágenes de los balseros, de gente colgada en las puertas de ómnibus desbordados y de apagones kafkianos, están tatuadas en la memoria como la santísima trinidad del eufemístico «periodo especial». En los años 90 la generación eléctrica fluyó muy lentamente. Donde sí se echó a ver el chispazo fue en el control del destino de esa producción. Así, en 1997 nació el Programa de Ahorro de Electricidad en Cuba (PAEC), con su racimo de spots audiovisuales, propagandas soporíferas y hasta «patrullas ¡Clic!», orientados a remachar en la conciencia colectiva la actitud del ahorro. Apretarse el cinturón se convierte, a contrapelo, en una reacción eminentemente defens