En una callejuela del Barrio Gótico de Barcelona un grafiti enorme me paró en seco. Frente al diminuto balcón de un apartamento de un edificio desmejorado, en pintura negra y grandes letras escritas con dulzura, la frase sobrecoge «Mamá, estoy bien».
No sé cuál sea la historia del cartel, pero sé que la madre aludida, al salir a su balcón en la mañana siguiente de la pintada, debe haber respirado aliviada antes de preocuparse de nuevo.
Pensé inmediatamente en mi madre. Pensé en las miles y miles de madres cubanas que quisieran leer un grafiti como el de Barcelona, pero que deben inventárselo en sus cabezas atormentadas porque en realidad no saben cómo están sus hijos e hijas, los que viven ahora o desde hace mucho tiempo en lugares lejos de Cuba.
También quisiéramos decirles a nuestras madres «mamá, estoy bien» todos los días, hacerles llegar un instante de tranquilidad, pero quienes nos hemos ido no siempre estamos bien ni tenemos ganas todos los días de mentir a nuestras madres ni tenemos ganas de engalanar nuestra tristeza, como si emigrar fuera la salvación de los males y los dolores.
Hoy puedo decir «mamá, estoy regular, más o menos, ahí voy, voy tirando, hay días mejores y o