El parque, donde nos sentíamos dueños de algo sin que nadie nos lo adjudicara y nos creíamos libres pese a que todo se hacía bajo la mirada de los mayores. Foto: Abel Padrón Padilla/ Cubadebate/ Archivo.
Los parques conservan para siempre el encanto de la niñez. La primera y más remota expresión de propiedad social que pueda recordarse. El lugar que creíamos exclusivo, aunque lo compartíamos con los primeros amigos. Donde nos sentíamos dueños de algo sin que nadie nos lo adjudicara y nos creíamos libres pese a que todo se hacía bajo la mirada de los mayores. Los que luego serían ideales para los encuentros de la adolescencia y a los que acudimos, ya en la adultez, a ver pasar la vida.
Ir al parque, para los grandes, equivale por lo general a una actitud de dejadez, de matar el tiempo, de hacer nada. Y es también una acción masculina. Van al parque los hombres y en ellos permanecen hasta que sospechan que en la casa están a punto de servir la comida. O después de esta, a esperar que llegue la media noche y la casa bote el calor del día.
Sitio de ocio bien llevado, donde se confunde el paseo con un retiro en cuya soledad se teje el ocio apagado del recuerdo. Lugar que algunos convierten en mirador y en vitrina de sus vidas para esperar la oportunidad que no les llega, tan incapaces que son de buscarla.
La Habana cuenta con el parque urbano mayor del mundo. Se extiende a lo largo de unos ocho kilómetros. Es el Malecón. Su muro se convierte en un asiento de piedra casi sin fin. Y dispone también la ciudad de avenidas cuyos paseos centrales, arbolados y con bancos, son verdaderos parques. Ahí están, entre otros, los de las calles G y Paseo, en El Vedado, vías que con sus casi cincuenta metros de ancho llevan de alguna manera un torrente de brisa marina hacia el interior de la ciudad.
Está el parque de la Quinta Avenida, de Miramar, que corre paralelo a la costa y cambia por trechos según su arquitectura y época de construcción. Comienza en al túnel que conecta la Quinta Avenida con Calzada, de El Vedado, y llega hasta el rio Santa Ana, en la localidad de Santa Fe. No olvidemos el del Paseo de Prado, con copas, ménsulas, farolas, laureles frondosos, bancos de mármol y sus ocho leones de bronce, que nunca fueron más.
Están por supuesto los parques de barrio, presididos casi siempre por la estatua o el busto de una figura que merece ser recordada. En cada barriada habanera hay un parque conocido como de los Chivos, que buscan para pasar las horas estudiantes fugados de clases y enamorados que quieren librarse de la curiosidad callejera y encuentran en ellos espacio discreto para el amorío.
Urbes hay en Cuba que tienen más parques que otras, como Holguín, la llamada Ciudad de los Parques.
En parques del interior del país existió la costumbre inmemorial de que las muchachas los recorrieran en un sentido y los varones en sentido contrario y así lo hacían hasta que dos que daban las vueltas simpatizaran o se atrajeran y empezaran a dar vueltas juntos. Hay parques que privilegian los estudiantes para sus repasos de última hora antes del examen, y parque, como el de 21 y H, también en El Vedado, del que, a la caída de la tarde, se adueñan los perros más lindos de La Habana. Parques íntimos y familia