MIAMI, Estados Unidos. – Debe haber sido poco después de su autoinculpación en 1971 cuando tanto Heberto Padilla como Virgilio Piñera acudían, como intelectuales castigados, al Instituto Cubano del Libro, en Belascoaín y Desagüe, para recoger y entregar traducciones en inglés y francés, respectivamente, de autores clásicos publicados por la Editorial Arte y Literatura.
La Dirección de Divulgación donde a la sazón trabajé colindaba con la oficina de atención a los defenestrados. Mi colega Everardo Llanes, quien terminó suicidándose en 1980 luego de uno de los tantos capítulos siniestros del éxodo del Mariel, era amigo de Padilla y conversaba con él durante sus visitas.
Luego de uno de esos diálogos recuerdo que Everardo dijo: “A Heberto no lo han cambiado. Sigue igual de contestatario”.
Durante aquellos años aciagos, me prestaron un ejemplar del libro Fuera del juego, forrado con alguna portada de Bohemia para que no fuera identificado públicamente.
Leí los poemas malditos con la emoción que emanan de esos versos y sentí más admiración por aquel escritor irreverente y culto condenado al ostracismo.
Por cierto, ninguno de nuestros trovadores rebeldes tuvo la inspiración de musicalizar alguno de esos poemas.
Heberto Padilla fue por mucho tiempo el innombrable. Devino una suerte de “no persona” que, paradójicamente, disipó la quimera de una revolución socialista honorable.
Para que el fantasma de Padilla apareciera en el panorama cultural de la Isla, luego de su exilio en 1980, hubo que esperar el documental Luneta Nro. 1, sobre desentendimientos entre intelectuales cubanos y el régimen, dirigido por Rebeca Chávez quien, al parecer, tuvo acceso a los archivos del mea culpa en la Unión de Escritores y Artis