La última vez que visité la finca La Esperanza, en Las Tunas, fue en el año 2022, meses antes de emigrar de Cuba. El sitio es mágico, recóndito y totalmente pacífico. La finca está alejada de la ciudad, a más de 20 kilómetros de Amancio Rodríguez, el pueblo más cercano. No existen carreteras ni caminos para llegar hasta allí, simplemente un sendero entre la vegetación.
La vida en el campo es, sin duda, una vida llena de paz y sosiego, pero al mismo tiempo es dura y exigente. Un día a día sin descanso. Cada madrugada los habitantes de la finca se levantan para ordeñar las vacas, cuidar de los caballos, alimentar a los cerdos y las gallinas, y luego trabajan en los sembrados durante largas horas bajo el sol, cultivando los frijoles y el arroz que pondrán luego en la mesa.
Las largas horas sin electricidad son desesperantes, el agua escasea y hay que ingeniárselas para conseguirla; la comunicación puede ser inexistente y, a menudo, tienen que caminar largas distancias para encontrar a alguien.
Para los jóvenes es un dilema. Aman el lugar y reconocen la belleza de la naturaleza que los rodea: el río, la presa, la montaña. Sin embargo, no sienten deseos de continuar trabajando la tierra. Los adultos, aunque tienen poco tiempo para aburrirse, pues las labores ocupan casi todo el día, saben que no podrán hacer los mismos esfuerzos toda la vida y temen tener que abandonar el lugar para mudarse a un sitio más céntrico.
Sobre el autor
Yinet Pereira Díaz
La Habana (1994). A