No hay exordio mejor para esta historia que el del genio insuperable de Pablo de la Torriente Brau: «En su apasionante carrera política hay páginas buenas para que un historiador sin miedo diga la verdad y la angustia de un hombre honrado en la encrucijada de los dilemas terribles. Mas Antonio Guiteras, como quien sale vivo de una emboscada, pasó por esos momentos, abrumado, pero seguro en su fe, en su fiebre por la revolución. Porque la revolución fue como una fiebre en la imaginación de este hombre. Y por eso tuvo delirios terribles, alucinaciones potentes, hermosas fantasías y sueños maravillosos e irrealizables para él. Era como un hombre que, despierto, quisiera realizar lo que había concebido soñando. […] Tuvo, arrastrado por su fiebre, el impulso de hacerlo todo. E hizo más que miles. Y tenía el secreto de la fe en la victoria final. Irradiaba calor. Era como un imán de hombres y los hombres sentían atracción por él. Les era misteriosa, pero irresistible, aquella decisión callada, aquella imaginación rígida hacia un solo punto: la revolución. Tuvo también defectos. El día del castigo no hubiera conocido el perdón. Era un hombre de la revolución. Tampoco tuvo nada de perfecto».
Corre el famoso año 33. Guiteras ya es otro. Un hombre entero. Hecho para hazañas que parecen irrealizables. Su determinación y fibra de líder han evolucionado a tal nivel que despuntan los signos de su ascenso revolucionario. Posee la aureola de los hombres genuinamente capaces de hacer algo y sus filamentos imantados atraen a muchos que le rodean. Como destaca en su biografía el escritor mexicano Paco Ignacio Taibo II: «A lo largo de meses había reunido a cerca de un millar de hombres, no demasiado organizados, fragmentados en decenas de grupos y pésimamente armados, pero un millar de cubanos que estaban dispuestos a combatir».