Al cabo de más de seis años, regresé a Varadero. Lo hice en una vieja guagua viazúlica, más sedienta que un camello atravesando el Sahara, que entre su rengo andar y varias paradas para refrescar el añejo motor, tardó unas 5 horas en llevarnos a la playa más linda del mundo, como rezaba aquel viejo eslogan.
Varadero es, sin duda, la playa más idealizada y deseada por los cubanos, por los que no la conocen y por los que sí, que somos quienes, habiendo experimentado tamaña maravilla, extrañamos más meter el esqueleto en sus cristalinas aguas. Varadero es además venerada por gentes del “más allá” que han disfrutado de sus encantos y vuelven a ella cada vez que pueden.
El primer hotel de Varadero se construyó en 1926, época en que los 22 kilómetros de playa de la península de Hicacos comienzan a perfilarse como el balneario por excelencia para la burguesía de la isla. Luego vinieron más hoteles y, con la Revolución, Varadero pasó a ser de todos los cubanos, tuvieran más o menos en la cartera. Hasta los años 90, cuando de nuevo se convirtió en coto de turistas y poco acceso a los nacionales.
Hoy en Varadero estamos todos mezclados. Extranjeros y locales. Blancos y negros. Varadero es de todos y para todos; pero para muchos sigue siendo un lujo inalcanzable.
Durante mis idas y venidas por este mundo me he topado con playas de todo tipo. Laredo, en el mar Cantábrico, de aguas heladas y fuertes olas o, en el otro extremo, he flotado a pata suelta en el hirviente Mar Muerto. Me he topado por ahí con playas de arenas más o menos finas, rocosas, con corales, con paisajes agrestes o exuberantes, o incluso con ambos rasgos a la vez. Pero siempre las comparo con Varadero. Y siempre, pobres, salen perdiendo.
Varadero me recibió, como debe ser, con sol bueno y mar de espuma y arena fina. Para colmo de dicha, un quiosco con cer