Nada hay más embriagador que beberse de un trago la historia. Escenas, pasajes y nombres se reivindican mientras deslizan por la garganta la savia abrasiva del aguardiente de caña, el zumo de limón y la miel de abejas. Se apresura un sorbo, dos… pausa para reposar el líquido. Después del furor inicial se comprende que las cosas que valen la pena merecen degustarse con calma.
A la taberna La Canchánchara, de obligada visita en el centro histórico de Trinidad, urbe legendaria entre el mar y la montaña, llegan de a cientos los paseantes para experimentar un viaje sensorial. Este cóctel, surgido en la campiña decimonónica, en el oriente de Cuba, tenía entre sus propiedades la de aliviar congestiones respiratorias, mantener la temperatura corporal y ser un estimulante nutritivo.
Los mambises, se dice, lo bebían caliente en jícaras hechas de güiras cimarronas, para “entonarse”. Siglos después, en la otrora residencia del acaudalado Nicolás Pablo Vélez, la canchánchara se sirve en un pequeño cuenco de barro, elemento distintivo de la herencia alfarera de la antigua villa, personificada en la familia Santander. En una versión libre y moderna, a los componentes originales se añadió el hielo, para atenuar los efectos del calor cubano.
Se revuelve el brebaje, ámbar cristalino, denso en el fondo, aromático. El buche, que parece suave pero solo engaña, tórrido a pesar de la frialdad que le otorgan los cubitos helados, contrasta con la acidez del cítrico y equilibra sutilmente el regusto terroso de la miel. Es un festín de matices. Una travesía de intenso a simple, golpe dulzón, potente; exquisitez de una bebida que ha transmitido por generaciones la esencia viva de sus ingredientes, sin revelar jamás todo el secreto.
Mezcla insurrecta
Definir con exactitud cuándo fue que nuestros ancestros entraron al laboratorio de bebidas es aventura de alto grado; tanto como citar, desde la bruma del mito, entre los pioneros alquimistas al mismísimo pirata Francis Drake libándose un mojito frente a la bahía de La Habana.
Cuba es una nación de toda clase de mezclas. Se asevera que en materia de cócteles ha sido cuna de un vasto menú. Por encima de las 450 recetas, sugiere el periodista Ciro Bianchi en su artículo De fiesta por año nuevo. Aclara Bianchi que por lo menos ese es el número archivado en la computadora del Floridita, la catedral de nuestros bares, el más acreditado internacionalmente por el sempiterno Hemingway acodado a la gran barra de caoba y la aureola de su barman estrella, Constante Ribalagua, sacando como mago tragos para deleitar a las más legendarias figuras.
El mundo también ha saboreado los encantos de esta isla en una botella de Bacardí o Havana Club. Cuando se habla de los grandes cócteles criollos se suele mencionar al saoco, al mulata, al mary pickford, al presidente, al mojito, al cuba libre y, por supuesto, al daiquirí, según los entendidos el rey de todos. Esos, entre los de pedigrí. Porque en boca de los que empinan el codo en las esquinas han sido los más conspicuos el chiva prieta, hueso’etigre, chispetrén, azuquín, mafuco, chinchirinchi, bájate-el-blumer, espérame-en-el-suelo y así por el estilo, en un inagotable catálogo de fórmulas solo aptas para verdaderos “mascavidrios”. Por las arterias callejeras el buen ron no fluye como arroyo.
Algo semejante pasaba en tiempos de la colonia, cuando las vicisitudes y lógicas penurias asociadas al conflicto armado y el nomadismo de la manigua impedían elaborar tragos tan refinados como esos salidos de bartenders inspirados y favorecidos por la abundancia de productos en sus cantinas. Tales privaciones configuraron una suerte de “coctelera” para la improvisación de amalgamas que fueron variando en concepto, denominación y complejidad de acuerdo con sus añadiduras.
Entre los más arraigados en el paladar insurrecto estuvieron el aguamona, la frucanga, la sambumbia, el ponche mambí y la propia canchánchara. Claro que a un cóctel lo refrenda el tiempo y el gusto particularmente sabio de los bebedores. Por eso algunos se evaporan en la copa del olvido o, aun cuando se recuerden, no se consumen; en tanto otros se popularizan y se elevan, efervescentes, a la “¡salud!” en bares donde se bebe sin sed.
“Durante el periodo de las guerras independentistas (1868-1898) los usos y costumbres alimenticias de la isla, hasta entonces de muy poca variación en los campos y ciudades, quedan alterados. El hecho bélico mismo, de marcada incidencia en las transformaciones económicas, sociales y políticas, hace que estos y otros aspectos de la cultura material y espiritual se modifiquen desde el 10 de Octubre de 1868. Necesariamente, se revitalizan las primitivas dietas del cubano y se da, de forma espontánea, la conciliación —y en otras la fusión— de los diferentes usos y costumbres que se practican en la compleja sociedad cubana de siglos atrás. También se dan otros resultados novedosos y enriquecedores que suman y modifican los hábitos culinarios”.
Con ese esbozo el investigador santiaguero Ismael Sarmiento Ramírez condensa el contexto de supervivencia en condiciones extremas y en medio del ya devastado entorno ecológico que condujo, entre tantas innovaciones, al apogeo de una auténtica gastronomía mambisa.
En su enciclopédico libro Cuba. La necesidad aguza el ingenio, el autor —actualmente profesor titular de Historia Moderna en la Universidad de Oviedo, España— propone a través de cinco capítulos en 400 páginas una radiografía al régimen de subsistencia del Ejército Libertador, su armamento rudimentario, su alimentación, sus medicinas, sus indumentarias y utensilios. Por la dimensión y el rigor del estudio, la exuberancia de imágenes, en algunos casos inéditas, el abordaje novedoso y la extraordinaria calidad del impreso resultan en una obra impresionante.
James O´Kelly, el audaz corresponsal irlandés del New York Herald que a finales de 1872 cruzó las líneas rebeldes para entrevistar al presidente Carlos Manuel de Céspedes, explica en su conocido relato La tierra del mambí: “Las bebidas comunes en Cuba libre son el aguamona y la de jengibre. La primera consiste simplemente de agua caliente endulzada con miel de abejas. La última es el ponche mambí y se hace añadiendo la raíz de jengibre al aguamona”. Sobre esta acota que “era una bebida muy refrescante y no un mal sustituto del whisky-punch; teniendo la ventaja de no producir embriaguez y obrar como un estimulante”.
El agua de mona o aguamona —para algunos una adaptación criolla del agualoja española— se trataba de agua caliente en la cual se diluía miel o raspadura, y en su más feliz versión podía admitir hojas de algún cítrico. Pero si en el campamento eran demasiados los hambrientos entonces el agua de mona derivaba en rabona, por aquello de estirarla echándole más agua todavía para que alcanzase al menos un sorbo para todos. Ramón Roa cuenta e