Avenida Monumental La Habana. Foto: Archivo
Contemplo a Cuba con amor. Desde siempre he vivido convencida de que en este país algo mágico puede suceder en cualquier esquina. Un sabio maestro cuando no alcanzábamos a comprenderlo del todo, nos habló del kundalini, del rayo violeta que pasa por tres puntos del planeta y cómo allí por donde cruza nacen grandes seres humanos y suceden cosas extraordinarias…Uno de los tres puntos -decía- era Cuba. Desde entonces recordé sus palabras y aquella teoría, ciencia constituida o no, se me fue haciendo cierta por lo que a mi paso en esta tierra he podido vivir y ver.
Hay algo aquí que aun siendo cotidiano he creído que no pierde la potencialidad para volverse extraordinario: “coger botella”. Un término que nos hemos inventado para designar el “aventón” de otras regiones. Un náufrago transeúnte agita el brazo. Se despliegan códigos y gestos. Un chofer pasa de largo apurado, apenado, preocupado o indiferente. Pero hay, y no son pocos, quienes se detienen. El rostro del que espera reverdece ante la llegada casi divina del transporte. Se emprende así un viaje, a veces breve, otras más largo, con un desconocido, un vecino o un amigo que no esperábamos encontrar en la faena. Comienza una historia en la que lo más importante entre el punto de recogida y el destino es lo que enseñan las mutuas compañías.
Incontables son las botellas que me han movido por La Habana desde mis tiempos de estudiante. Así descubrí que una botella es una oportunidad para conocer a personas diversas, reír y entablar conversaciones tan distintas en profundidad y destellos como la gente misma. Es un instante de probarnos como seres humanos. Una extraña coincidencia puede marcar un cambio o darle un vuelco a la vida sin imaginarlo. Las botellas han sido momentos de aprendizaje, incluso cuando un chofer amargo no volteó el rostro ante el saludo amable de quien pedía ayuda. Decía Nelson Mandela: “Yo nunca pierdo: gano o aprendo” y aun cuando no gané un impulso, aprendí lo que no haría estando detrás de un timón. Inspirada por la máxima de Gandhi: “sé el cambio que quieres ver en el mundo”, la botella deviene prueba de virtud. Así, ofrecerla puede acercarnos al lado más humano de nosotros mismos, cuando el padecimiento ajeno se hace propio.
Días atrás tuve ante mí un timón. Transitaba por el oeste de La Habana y en un semáforo esperaba un grupo de estudiantes. Volvió el recuerdo: unos días antes había estado allí, cansada de la jornada, con la esperanza de que alguien con un corazón más grande que un auto tuviera la bondad de acercarme un poco a mi meta. Casi sin pensarlo agité mi mano para que vinieran. Corrieron y abrieron las puertas. Tres jóvenes sin nombre me regalaron un agradecido saludo y comenzó la travesía.
Iban a lugares distintos: Alamar, Cotorro y yo al mío. Les propuse acompañarme a mi tarea y de regreso los adelantaría a un lugar más conveniente. Disfrutando el aire que se colaba por las ventanillas, de repente el carro perdió velocidad. Pregunté: ¿no sienten que el carro está muriendo? Asintieron y a tiempo pude doblar en una esquina. Ahí nos quedamos varados. Entonces, los roles cambiaron en segundos. Yo estaba en problemas y mis tripulantes se convirtieron en mi salvadora compañía.
Se abría un capítulo incierto. ¿Cómo salir de allí? Pensamos una estrategia. Dividimos las fuerzas. Yo saldría a buscar algo de gasolina. Ellos cuidarían el carro y esperarían mi aviso. Dos casas y los intentos fracasaron. Entonces apareció Lisette, una cubana sin carro y con una empatía desbordante que apenada por no poder ayudar me sugirió una puerta donde tocar. Así encontré a Marlene, otra cubana que solícita me ofreció extraer lo que quedara en el tanque de un viejo auto. Agité los brazos a mis compañeros de viaje que aguardaban mi señal al otro lado de la avenida. Tras breve consulta decidieron quién cruzaría. Llegó el elegido y con la sonrisa que no desaparecía de su rostro, rodilla en tierra se alistó a succionar el escaso combustible del fondo del tanque. Muchos fueron los intentos, parecía imposible hasta que lo consiguió. En su portal, Lisette sonreía emocionada. Marlene en un abrazo expresaba su contento por haber sido útil y declinó cualquier pago. Solo pidió con levedad si era posible que volviera a reponerle el mismo combustible.
Regresamos, mi escudero y yo con el resto del equipo para echar los cinco litros en el tanque. Continuamos la aventura. Próxima parada: la gasolinera. Mis nobles ayudantes se encargaron de asistirme en toda la maniobra. Confieso que por un momento me invadió el sentimiento de u