Sentado sobre un gigantesco banco en una de las esquinas del parque Las Heras, plaza ubicada en una céntrica zona de Buenos Aires que se erigió sobre los cimientos de lo que fuera la Penitenciaria Nacional (cárcel de alta seguridad demolida en 1962), veía volar sobre mi cabeza un enjambre de mosquitos.
La tarde estaba fresca, como suelen serlo cuando empieza abril. Los insectos permanecían estáticos, como una morralla suspensa; formaban rostros, palabras y frases como si fueran una pizarra mosquitera. Eso creía cuando mi hijo gritó: “Papá, se te acercan…. Se te acercan”.
Acepté que debíamos irnos, aunque inmediatamente no pensé en la posibilidad de enfermedades que producen fiebres, pruritos, conjuntivitis, artralgias y nos mantienen recluidos durante largas jornadas; lo que me venía a la cabeza era una novela de William Faulkner, la segunda que había escrito, en los tiempos en los cuales su carrera despegaba con la ayuda de Sherwood Anderson.
Por supuesto, aquel enjambre también me hizo pensar en Cuba, donde una agradable noche tropical se puede volver insufrible si te atacan los insectos, cuyo nombre, curiosamente, es el de los miembros de esas brigadas de Higiene que los combaten y tocan a la puerta con sus bazucas disparadoras de humo y sus latas de agua con guajacones.
Sin embargo, peor que la picada puede ser la prueba a la que estos insectos someten a nuestros límites de cordura con su inoportuno solo de trompeta en las orejas, espectáculo nada agradable si acaso hay corte de electricidad.
En tiempos de apagones y sin repelente mucha gente acudía a las naranjas, cuya cáscara expele al quemarse un olor que parece repugnar a los insectos. Si no había naranjas, y te encontrabas en una zona rural, o casi rural, la solución extrema podría ser buscar una bosta de caballos o vacas y hacerla arder lentamente para que el humo acabara por espantarlos.
En reuniones de amigos suelo contar que los mosquitos más descomunales que he visto los encontré en las cercanías de las salinas de Caimanera. Eran tan enormes que enviaba especímenes secos a mi madre dentro de las misivas, y buena sorpresa se llevaba la pobre al sacarlos del papel. Parece que, orgullosa e irónica, decía: “Miren, mosquitos como los de Guantánamo no hay ni en las Diplotiendas.”
Alguna vez vi la pelea entre uno de aquellos zancudos (parecían armados de lanzas y escudo) y una mosca vulgar. El combate se desarrolló junto a la