Contrario a lo que podría pensarse, los populismos no son un fenómeno nuevo en la historia de Estados Unidos, cuando el concepto de “pueblo” ha desplazado al de las “elites” en sus dos variantes posibles, generalmente en tiempos de crisis y a partir del siglo XIX.
Eso es el movimiento Make America Great Again (MAGA), visibilizado durante la campaña presidencial de 2016 de Donald Trump, esa que tuvo como mantra “Hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande” y que operó desde el inicio con la idea de recuperar lo que una vez fue. (La nostalgia de un pasado que no volverá y el miedo al cambio constituyen dos atributos del conservadurismo en cualquier tiempo y lugar). Y, con ello, emergió una idea nacionalista rodeada por un mar de fobias: esas pérdidas de grandeza se debían, aseguraban, a la influencia extranjera, bien por la inmigración, el multiculturalismo o la globalización.
El movimiento da continuidad, a su modo, a los distintos nativismos que han funcionado y aún funcionan en el panorama estadounidense. Ello explica la incorporación en su seno de distintos grupos de ultraderecha y de superioridad blanca. Y también los puntos centrales de su agenda, entre ellos liquidar la inmigración (sobre todo la procedente de países del “Tercer Mundo”, verdaderos “hoyos de mierda”, según el entonces presidente Trump) y volver a los “valores estadounidenses tradicionales”.
Esto ha redundado en políticas específicas concebidas desde el poder ejecutivo como el llamado Muslim ban, implementado por la Administración Trump en enero de 2016, profundamente racista, discriminatorio y por lo mismo desafiado por varias entidades de la sociedad civil.
Pero, sin duda, uno de los componentes más preocupantes de esa plataforma consiste en declarar válida una realidad imaginada o deseada, lo cual persigue el propósito de vaciar a la sociedad de cualquier verdad e imponer los constructos de sus gestores sobre el resto, a menudo mediante violentación verbal o amenaza del uso la fuerza. Esto es lo que explica su posicionamiento contra los medios masivos de difusión, en especial los liberales, acusados de tener en las llamadas fake news su modo de ser.
El mecanismo sirve como apoyatura para declarar falsa cualquier información que contradiga sus presunciones. Y, a la inversa, posibilita que sus partidarios validen teorías conspirativas y demenciales a lo QAnon, un foro de ultraderecha originado en Internet a partir de un individuo anónimo que decía tener autorización de inteligencia ultrasecreta.
Desde ahí se han difundido teorías tan delirantes como la existencia de un “Estado profundo” y de varias conspiraciones, incluyendo el funcionamiento de una red de traficantes sexuales satánicos compuesta por políticos demócratas, líderes empresariales y élites de Hollywood. O que los miembros de la familia Kennedy (John F. Kennedy padre, John F. Kennedy hijo y Jackie Kennedy Onassis) vendrían de la muerte para apoyar el reclamo de Trump de regresar a una presidencia de la que fue injustamente despojado.
En estos dominios han ido por olas. La primera fueron las acusaciones de que Barack Obama no había nacido en Hawái sino en Kenia y, por consiguiente, no era constitucionalmente elegible para la presidencia, idea impulsada por Trump y origen del llamado birtherism. Y que las políticas inmigratorias de los demócratas perseguían reemp