«Madre, aquí está su hijo, Enrique Eugenio Zayas Batista, ofrendándole este dinero para que usted me lo duplique en nombre de mi madrina Raiza —Maferefún todos los días, Raiza— y la muerta que la acompaña, que es mi ángel de la guarda, la que me protege y me guía y la que me tiene en el lugar donde estoy».
Enrique Eugenio Zayas Batista atraviesa la piel dura de la calabaza con la punta de un cuchillo, cuidando no herirse. Repite la acción siete veces, con seguridad, sin apuro ni rabia, y yo quedo a la espera de que brote un líquido amarillo mezclado con semillas, como si la calabaza le fuese a entregar a Enrique, en señal de promesa, de pacto mutuo, su sangre y su corazón. Pero de inmediato me doy cuenta de que a la entidad superior no se le exige garantías. Enrique tiene fe, necesita de Ella, y los cortes limpios y profundos que va haciendo y que abre más y más con el cabo de una cuchara no son heridas, sino sonrisas:
—Si Usted me da lo que yo le pido, le aseguro que yo le doy un toque a Usted que se va a sentir en toda la ciudad.
A sus pies, en un plato, hay una botellita de miel de abejas y unas monedas amarillas, de un peso de valor, es decir, sin valor real ninguno, porque con ellas no alcanzas a pagar nada. Solo sirven para el ritual de Enrique. Cuando se agacha a recogerlas empuja el vestido y lo aguanta entre los muslos para evitar miradas indiscretas. Es un gesto automático, muy femenino. El vestido es de un amarillo que alguna vez fue intenso, con dibujos de aguacates cortados a la mitad, de modo que muestran la cáscara, la masa y la semilla. Hay uno, por ejemplo, sobre el seno izquierdo de Emilio, seno que alguna vez ocupó la talla 32 de ajustadores, pero que ahora es un pezón sin mucho jugo porque hace muchos años dejó de consumir hormonas:
—Necesito que Usted me guarde este dinero para que nadie sepa que yo lo tengo escondido ahí. Como Usted lo hacía, que escondía su dinero en las calabazas… Para que ni Elegguá, ni Shangó ni Oggún sepan dónde yo tengo mi dinero.
Son 21 monedas amarillas que empuja hasta el fondo por las siete sonrisas que le hizo a la calabaza. Yo desearía que fuese una victrola, que saliera una melodía cada vez, una canción alegre que estremeciera hasta los envejecidos cimientos de cantería de esta casa de todos, o un bolero lacrimógeno que nos hiciera pensar en la suerte que están corriendo los miles de Enriquess de los que se han llenado nuestras calles en los últimos años.
En cambio, él lo ve más como una especie de máquina tragaperras, como si en un casino de pronto sonara la campanita y la moneda que metió liberara cientos de otras, y de más valor. Supongo que esto es la calabaza para él: una especie de lámpara maravillosa. O estaré equivocado. Será que aún desconozco cómo funciona su Fe.
—Y cuando esta calabaza se diseque, Usted me va a dar lo que yo le pida. ¡Seguro!
Vierte una parte de la miel en la palma de su mano y embadurna toda la calabaza. Luego, también su cara. El rostro negro, con todas sus arrugas, le brillan. Los ojos ya le chispeaban desde antes, tal vez por la emoción del ritual o porque, inevitablemente, reflejan las llamas de los cartones y papeles que cada día quema en un rincón para ablandar el par de boniatos o plátanos burros que le sirven de alimento. Cuando termina con la miel, se dirige hacia la habitación donde duerme:
—Y ahora la voy a poner a Usted en lo más alto que hay en mi cuarto —dice.
Lleva la calabaza como si fuese un objeto antiguo y frágil. Es la más pequeña que encontró en el mercadito de la esquina. Pagó 60 pesos por ella. Por la miel, 200. En total, casi 150 latas vacías y escachadas. Pero no va pensando en que 48 de ellas hacen un kilogramo, que vende a noventa pesos: lo protege la esperanza, que flota a su alrededor y hace ondular con gracia el vestido desteñido que encontró donde mismo encuentra las latas.
Veo a Enrique elevar sus ilusiones hasta la repisa más alta, calabaza sonriente, con la misma actitud con que se mete de cabeza en un cesto de basura bajo el sol de la tarde, deseando hallar en el fondo las fuerzas necesarias para continuar adelante.
El palacio
En el mismo centro histórico de Matanzas, próximo al Ayuntamiento (actual sede del Gobierno provincial), y muy cerca también de los principales comercios, de la Catedral y del parque más importante, se fundó en 1870 el Colegio Sagrado Corazón de Jesús, de los Padres Paúles.
Concebido como una escuela exclusiva para varones, la educación impartida allí combinaba los valores éticos de la iglesia católica con asignaturas como Ciencias, Gramática, Inglés, Mecanografía, más otras relacionadas con el comercio y los bancos. Contaba con una Sala de Historia Natural, un Gabinete de Física y Química, una biblioteca y el Oratorio. En el renombrado plantel estudiaron alumnos que luego se convirtieron en eminentes profesionales y personalidades en la ciudad.
En la década de 1940 los Hermanos Maristas asumieron la rectoría del Colegio, hasta que fue intervenido en 1959 por el gobierno revolucionario, que lo convirtió en una Escuela de Idiomas.
Cuando Enrique entró al edificio por primera vez, no fue con la intención de estudiar inglés ni nada, porque desde hacía mucho tiempo una parte del ala izquierda había colapsado, lo que obligó a clausurar la escuela. En los años subsecuentes, la escalera de madera hacia el segundo piso se pudrió y las plantas se adueñaron del patio interior y de los muros. Raíces como boas levantaron las losas de los pisos y separaron la juntura entre los cantos, y las maderas de puertas y ventanas se desvencijaron por el comején y la humedad. Del imponente edificio que había sido el Colegio de los Padres Paúles, solo quedaban ruinas. Entre ellas, Enrique construyó su hogar.
—Yo había salido de la prisión y me estaba quedando en casa