El olmo es un árbol famoso, pero casi nadie sabe que pare frutos secos y no comestibles como las sámaras, aunque todavía exista gente que, en el sentido abstracto de la palabra, les exija un producto tan jugoso y alimenticio como las peras. Es esta una verdad repleta de lógica, comparable a otras certezas absolutas del mundo: un auto jamás caminará sin combustible ni una laguna rebosará de agua en tiempos de sequía.
Por eso me sorprende —y perdonen la vaga analogía— que aún en los tiempos actuales el deporte en Cuba motive debates en exceso profundos y analíticos en torno a su declive, cuando las causas son evidentes.
Disculpen, una vez más, la franqueza: el fenómeno del descenso progresivo e incluso abrumador de los resultados en la arena internacional durante la última década y quizás un poco más, ciertamente pudiera resultar riquísimo para el estudio y la posterior discusión por especialistas y aficionados. Sin embargo, en el fondo todo parece demasiado simple como para caer en telas de araña que solo almiban en exceso un hecho con raíces muy fuertes de podredumbre.
No hace falta siquiera tirar muy atrás en el calendario. Hace poco, en una escueta nota del Instituto Nacional de Deportes, Educación Física y Recreación (Inder) trascendió la suspensión indefinida de todos los certámenes «relacionados con el fútbol, ciclismo, softbol, baloncesto y beisbol, de todas las categorías, que estaban programados para próximos días», debido a «la compleja situación que atraviesa el país con la disponibilidad de combustible».
Un mensaje tan contunde