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Sangre y muerte en altamar. Una historia de balseros

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El rostro le habrá ardido durante un tiempo. No recordará si días o horas. Le habrán ardido también los hombros y el pecho y las rodillas. Los labios. Los muslos. Los pensamientos. Habrá tenido el ardor de mente que incendia el interior de quien sabe que va a morir y que, además, será una muerte lenta. 

Después no sentirá prácticamente nada. Se dejará llevar sin oposición. Flotará. Seguirá adherido a lo real solamente por la humedad de sus pies y sus nalgas y por la lengua, porosa como un trapo, que saldrá de la boca cuando los ojos reúnan fuerzas para llorar, se mojará con las lágrimas y regresará adentro, salada, exitosa en el empeño de no dejar escapar una sola gota de agua del cuerpo. 

El sol lo bañará. Alguna salpicadura de mar tocará su frente y la frialdad le parecerá agradable. Se relajará cuando la brisa lo balancee. Cerrará los párpados. No podrá hacer nada más que sumirse en la oscuridad total de su interior. Negro. Todo será negro.

La llegada o la vida. Primera travesía

Unos pocos puntos de luz aparecen en el horizonte y devastan la perfección de la negrura. 

Dicen que la iluminación artificial no deja apreciar bien las estrellas en las noches citadinas; sin embargo, en medio del estrecho de Florida, sin edificios ni farolas, la noche cae completamente vacía. 

El paisaje queda tan oscuro que hace dudar de la existencia de imágenes o colores. Es una nada inescrutable para los ojos, pero no para los puntos luminosos que se acercan surcándola con mucha lentitud y captan la atención del grupo.

Quienes aún tienen batería encienden las linternas de sus celulares y trazan semicírculos imperfectos en el aire. El resto ilumina con lo que puede, fosforeras, velas, rajan sacos de yute y prenden fuego a los trozos. ¡Eh! ¡Eh! ¡Estamos aquí! Los bombillos y las llamas son espíritus desesperados que bailan en las manos de las 30 personas sobre la lancha rústica. ¡Hay gente aquí! ¡Ayuda! ¡Ayuda!

***

Yordanis de Armas Pentón se unió al grupo en octubre de 2022. Antes, en septiembre, el huracán Ian pasó por el occidente de Cuba y dejó tras de sí un rastro de más de 80 000 viviendas total o parcialmente destruidas —sobre todo en la provincia Pinar del Río— y una afectación del sistema electro-energético nacional —endeble de por sí— que llegó a provocar una falla masiva devenida apagón total de un extremo al otro de la isla.

Pronto se logró recuperar el flujo eléctrico en la mayor parte del territorio cubano; pero, producto de la escasez de combustible que arrastra el país hace años, los apagones venían desde antes y empeoraron mientras se llevaban a cabo las labores de restauración del tendido eléctrico en las áreas afectadas. Algunas zonas pasaron días sin electricidad; otras, no días completos, pero casi. Los calores echaron a perder el sueño nocturno y la poca comida en los refrigeradores, en un país también en crisis —entre muchísimas otras causas— por la escasez de alimentos. El descontento público se elevó. Las redes sociales empezaron a llenarse de videos de protestas. Aisladas, no demasiado grandes, pero existentes. Gente gritando y sonando calderos en sus barrios. Los calderos vacíos. Los barrios oscuros.

La casa de Yordanis, de su mujer y de sus dos niñas está en el pueblo habanero Cojímar, que colinda al norte con las aguas del estrecho de Florida y, por tanto, es tierra de sal, agua y tradición pesquera; es, además, uno de los puntos alzados bajo la nueva iniciativa nacional del cacerolazo. 

Los alzamientos en pocos casos fueron más allá del aviso de hastío hacia el Gobierno, pero fueron justamente eso, un aviso; y hay quien, tras descubrirse a sí mismo golpeando una cazuela en la calle, luego de reflexionar sobre cuánto debió superar su límite de aguante para llegar a tal punto en Cuba —un país donde mucho menos puede costar persecución política e, incluso, años de cárcel—, decide pasar a la acción. 

Para algunos, pasar a la acción significa iniciar un camino de protesta política que puede acabar convirtiéndolo en uno más de los cientos de prisioneros políticos cubanos. Para otros, significa escapar a toda costa, buscar la salvación de su vida y la tranquilidad de su familia poniendo en riesgo su vida y la tranquilidad de su familia.

Yordanis eligió la huida. Se fue a Cabañas, otro pueblo con una amplia tradición pesquera ubicado en el norte de Artemisa, en el municipio Mariel —que fue sede, en 1980, del mayor éxodo histórico de cubanos por vía marítima—. Entró a un monte y se unió al grupo que todavía planeaba cómo empezar a construir la lancha con la que escaparía de la isla.

Los 30 llegaron al monte con las herramientas, con los materiales, con parte de la comida que esperaban necesitar y con la intención de salir, solamente, cuando estuvieran listos para echarse al mar. 

Una persona conocedora de los alrededores era la única que salía cuando necesitaban algo. Los otros se mantuvieron todo el tiempo aislados, como si fuesen prófugos de la justicia, en lo cual, en pos del cumplimiento de su meta, algunos se habían convertido. Por ejemplo, uno de ellos, trabajador del Sistema Integrado de Urgencia Médica (SIUM), llegó al monte en la ambulancia que conducía, la desarmó y entregó el motor y otras piezas para la causa.

Durante dos meses, comieron, se asearon y convivieron entre las tablas, los trozos de metal, los víveres reunidos y las yerbas del monte de Cabañas. 

Poco después de la medianoche, el 31 de diciembre de 2022, la lancha estuvo finalmente terminada y la transportaron a la costa.

***

El mar era un plato llano. No había demasiado viento ni señales visibles de que el clima fuera a irles en contra. A la lancha no le entraba agua y a pesar de llevar encima 30 personas, los víveres y algunas herramientas que pudieran llegar a necesitar —tornillos, clavos, martillo y destornillador— avanzaba a buen ritmo. Todo parecía perfecto.

La madrugada envejeció rápido, se hizo mañana y luego tarde. El sol los golpeó fuerte durante esas horas, casi sin nubes que lo obstruyeran, y fue al cumplir su ciclo y comenzar a ocultarse que el motor empezó a hacer sonidos raros, a detenerse unos segundos y volver a arrancar, a hacer avanzar la lancha cada vez más lento, más lento, más lento, hasta apagarse por completo y dejar al grupo varado en un silencio repentino, con la penumbra cayéndoles encima y nada más que agua en los 360 grados de horizonte.

Pronto conocieron la crudeza de la noche en el Golfo de México. La sensación de levitar en un vacío infinito, sin gravedad o puntos cardinales, los cubrió como un manto de miedo y certeza. La certeza de que sus esperanzas estaban truncadas sin remedio. El miedo de que la negrura fuera un limbo y se los hubiera tragado y estuvieran condenados a flotar por él sin ver nada, sin llegar a ninguna parte, hasta morir, de forma poéticamente desdichada, en medio de un apagón.

La pesadilla pareció disiparse con los primeros rayos de luz matutina, pero no tardaron en descubrir que el día y la noche estaban confabulados para hacerlos sufrir. El sol, como arma fiel del primero, intentó incinerarlos, les sobrecalentó las ropas y las pieles y puso a arder la superficie de la lancha para quitarles cualquier comodidad posible. Llegaron a extrañar la frescura nocturna y cuando esta regresó, encontró apenas restos de las 30 personas que había dejado al final de la madrugada.

Estaban derrumbados física y emocionalmente. Se repartían el espacio apretado de la lancha para colocar sus cuerpos tumbados, algunos con las piernas estiradas por encima de los demás, otros envueltos como fetos en el vientre del mar. Hablaban de sus vidas en Cuba, de los problemas que los habían llevado a tomar la decisión de escapar y de la desgracia que significaría ser devueltos a la isla cuando los encontraran.

La muerte estaba tan presente en las probabilidades como ausente en la conversación. Tal vez nadie quería pensar en ella, como no quieren hacerlo los miles de cubanos que se lanzan en travesías marítimas o terrestres, cruzan países y selvas y se las ven con narcos y con policías corruptos, siempre con el optimismo innegociable de que, si no sale todo bien, al menos no sucederá lo peor. Siempre avanzando a toda costa. Pa’trás ni pa’ coger impulso, dicen mucho en Cuba. 

Quizá algunos no se atrevieran a decir en voz alta que las ganas de avanzar, nunca volver, iban al extremo en sus mentes y que, en todo caso, la muerte les parecía una solución más digna que el regreso. 

La mayoría lo había apostado todo a ese viaje. Apurados por tener algo de dinero cuando llegaran a Estados Unidos, habían vendido casas, vehículos y cualquier objeto valioso en unos pocos cientos o miles de dólares que, si volvían, apenas les alcanzarían para hacerse de un apartamentucho en el barrio más apartado de La Habana. 

Tenían sus razones para lamentar un posible regreso, incluso estando varados en el mar con recursos y condiciones ultralimitadas.

De todos modos, la reacción natural fue de euforia cuando alguien rompió la conversación habitual para decir: «¿Qué es aquello? Una luz… ¿Será un barco? ¡Un barco, caballero! ¡Miren! ¡Un barco!».

Encendieron las linternas de los móviles, las velas, los trozos de saco y ahora mueven todas las luces y gritan hasta que les duelen las gargantas «¡Aquí! ¡Aquí! ¡Hay gente aquí!».

El barco está más cerca. Los 30 lo notan como un coloso de sombras adornado con decenas de piedras brillantes. No paran de gritar y hacer señales. De pronto, en la cabeza del gigante se abre un ojo luminoso enorme que fija su vista en ellos. La luz intensa rompe la noche con un contraste demasiado alto e irrita las retinas de Yordanis. Él voltea el rostro, pestañea con fuerza.

***

Abrirá los ojos y estará despierto otra vez, vivo, para su sorpresa. Sus ojos secos se llenarán con la imagen del cielo, azul, despejado y borroso, igual que el mar que lo rodeará.

Solamente habrá agua y aire. Nada más. El agua, el aire y él flotando en la goma de camión inflada. Las nalgas sumergidas. También los pies y los brazos, apenas trozos desgajados de lo que no mucho tiempo antes habría sido un cuerpo funcional. El resto quedará fuera, resistiendo el sol. La cabeza tirada hacia atrás. La cara hacia el cielo, caliente, se deshará en tiras gruesas de pellejo. Labios agrietados. Nariz cuarteada. Aun así, una paz extraña lo llenará y eliminará cualquier preocupación de su mente. 

Creerá volar lento, como una nube o una briza leve. Todo estará bien. No habrá por qué sufrir. Yordanis le sonreirá al sol que, lentamente, lo estará incinerando.

***

El reflector se apaga. Vuelve la oscuridad. Siguen gritando desde la lancha y agitan con más fuerza los teléfonos y las antorchas improvisadas, pero las lucecitas del barco, como mismo se habían acercado, se alejan y se consumen al ritmo de las velas y los trozos de saco, hasta desaparecer. 

Los gritos mueren. Los 30 caen aplastados bajo los escombros de sus voces. Quedan otra vez solos, a su suerte, en el estómago del limbo negro que arrecia la promesa de ser eterno.

Sin embargo, la noche muere y con la iluminación matutina alcanzan a ver la mancha rompiendo la perfección del horizonte, negra a contraluz, diminuta, haciéndose más y más grande mientras se acerca. Pronto se nota el tono claro de su superficie. Aun sin llegar a leer el cartel de U.S. Coast Guard en su costado, los 30 gritan y hacen temblar la lancha bajo la alegría de saberse salvados.

«El barco madre» o simplemente «el barco» llaman los balseros cubanos a las embarcaciones de la guardia costera estadounidense, temidas o agradecidas según el caso, pues recogen a cuantos balseros encuentren en el mar y los regresan a Cuba, no importa si están varados, si son náufragos o si tienen las condiciones ideales para llegar a Florida. Durante el año fiscal estadounidense 2022 (que finalizó en octubre), devolvieron a 6 182 balseros a la isla. En el año fiscal 2023 la cifra será de alrededor de 7 000.  

El barco se mantiene a cierta distancia, pero de él sale una lancha rápida que llega hasta la posición de los 30.

Los dos oficiales a bordo enlazan la embarcación rústica, la pegan a la suya y ordenan a los balseros, con la menor cantidad de palabras posibles, cambiar de vehículo. 

Es entonces, a un pequeño salto de la salvación, cuando las dudas de los cubanos llegan al extremo. Se libra en sus mentes la batalla entre el instinto animal de preservación de la existencia y el convencimiento humano de que cualquier sacrificio es poco ante la posibilidad de una vida, sino mejor, al menos más cómoda. Algunos cambian de lancha sin pensarlo demasiado. En otros, la escaramuza mental es más cruenta. Los recuerdos de la miseria refuerzan sus deseos de no regresar. Los apagones, los precios impagables y siempre crecientes, la escasez de comida y de medicamentos… Todo se suma como facciones aliadas que asesinan, en un impulso sangriento, hasta el último rezago de preocupación por la vida propia. 

—Espérate, coge —uno de los 30 detiene a otro antes de que pueda cruzar a la lancha de la guardia costera —, coge —y le entrega un cuchillo—.

El otro lo agarra. Mira el arma, a su compañero. No sabe qué se supone que debe hacer.

—Entiérramelo —le ordena el primero—.

—¿Qué?

—¡Rápido! ¡Entiérramelo! ¡Por aquí mismo! ¡Dale!

Las fracciones de segundo se vuelven horas. «¡Vamos, cojone, hazlo!». Le tiembla la mano que sostiene el cuchillo. Entiende la intención del otro. «¡Entiérramelo!». El barco es, para los cubanos, una especie de criatura semimitológica, sobre él se cuentan historias que corren como leyendas en las calles y los barrios y cada quién sabe al menos un poco al respecto. Algunas informaciones son falsas, verdades exagerad

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