Madrid, marzo de 2024. Estoy de paso por esta ciudad que me encanta, apenas unos pocos días, luego salgo rumbo a La Habana.
Intento mezclar, a partes iguales, paseos por la ciudad, fotos, cañas y tapas, con la infaltable misión de todo cubano que vive fuera de la isla: cargar con la mayor cantidad de insumos posible.
Me hospedo en casa de una amiga generosa y buena. Tiene un ventanal que amo, enorme, con vistas a un parque y a una altura que me permite fisgonear —en el mejor sentido de la palabra— la vida que transcurre allá afuera. Soy un voyeur, lo he dicho otras veces y creo que todo fotógrafo lo es. Asomarnos a la vida de la gente, observar, analizar y plasmar lo mejor que podamos esa realidad es nuestra misión, nuestra pasión.
Para eso la ventana de mi amiga es maravillosa. La he bautizado —no muy originalmente, lo reconozco— como “la ventana indiscreta” y en ella suelo pasar largos ratos observando la vida del barrio.
Adoro el bullicio del centro de Madrid. La belleza de sus edificios y de sus mujeres. El carácter de su gente. Los bares, mientras más de barrio y llenos de abuelos parlanchines y bromistas, mejor. Disfruto sumergirme en las multitudes de turistas, locales, influencers —micro celebridades muy de moda en estos tiempos— y carteristas —también muy de moda, lamentablemente— que abarrotan el centro de la Ciudad.
La Plaza Mayor, La Puerta del Sol, Callao, Plaza España son lugares que, aunque muy turísticos, aún mantienen su encanto y esencia.
Pero la misión hay que cumplirla, así que cruzo al supermercado que hay frente a la casa de mi amiga y me dedico a las compras de rigor. Lleno el carrito y, al pagar, la cajera me mira raro. Aquí nadie compra desodorante o pasta dental por docenas, ni tanto champú o papel sanitario, ni café, y mucho menos tantas esponjitas para fregar, ese bien tan apreciado por las madres cubanas.
Doy varios viajes al súper. Dejo las bolsas en casa y salgo a caminar. La media de mis paseos madrileños de estos días es de 12 kilómetros diarios. Hago fotos, converso con la gente, me lleno de Madriz —así siento que lo pronuncian los madrileños— los ojos, los pulmones y el cerebro y regreso feliz a pesar de mis cansadas rodillas, que al final de la tarde me hacen recordar que ya no soy un chaval.
No es la primera vez que estoy en Madrid. Pero este año tengo la suerte de estar aquí en Semana Santa, al menos al inicio. Me voy, cámara en mano, a las procesiones del Domingo de Ramos.
Recorro el centro de la ciudad con la Borricada, que pasea en procesión una imagen de “Nuestro Padre Jesús del Amor en su entrada triunfal a Jerusalén”, o con la del Silencio, que venera a “Nuestro Padre Jesús del Perdón”, un conjunto escultórico de madera con un romano —con la mayor cara de hijoeputa que visto en mi vida— que azota al Nazareno.
Hombres encapuchados con el clásico capirote y con capas, mujeres con peinetas, estandartes, fieles engalanados a más no poder. Multitudes viendo el paso de las procesiones y miembros de las hermandades cargando a h