Arleen Rodríguez Derivet Premio Nacional de Periodismo José Martí 2024 por la obra de la vida. Foto: Abel Padrón Padilla/ Cubadebate
Arleen Rodríguez Derivet lloró intensamente mientras recorría en flashback cinematográfico su galopante vida profesional, ante el fallo del Jurado del Premio Nacional de Periodismo José Martí por la Obra de la Vida que recayó en ella: la guajira guantanamera por siempre. El éxtasis de la pasión y la fuerza en el gremio. Una delirante todoterreno que ha recorrido con belleza insólita y hondura cualquier género, aunque su corona sea la crónica, lo mismo en la letra impresa que en la calidez de la radio o la promiscuidad de la televisión. Y como si fuera poco, con la misma elegancia cruzó el rubicón digital y anda chapeando bajito en escaramuzas sorprendentes.
Las lágrimas de Arleen en aquella conferencia de prensa del jurado no eran más que invocaciones a su raíz sin medias tintas: su madre Norma, generosa sin límite ni fronteras, que seguramente la besaba desde un sitio cósmico del más allá; y su papito, que sigue enyuntado tenazmente con la vida… La infancia y adolescencia a lo guantanamero… Sus descubrimientos de tanta gente que ha fertilizado sus saberes y sentires.
A solo horas de recibir el Premio, esta mujer, que remueve cariño y respeto en el gremio periodístico, me recibe en su casa. Supuestamente es una entrevista, pero esto termina en un toma y daca, una descarga de fusilería, ora cariñosa, ora tirante, de dos colegas que son amigos sin necesidad de verse frecuentemente. De dos que un día se juraron despedir con bellezas al primero que parta.
Arleen confiesa que, aun cuando ya llevaba años en esa “lista de espera” de los candidatos al José Martí, siente que hay otros colegas sobresalientes que lo merecen antes que ella. Y no lo hace por excesiva modestia, que no es su fuerte. Más bien porque lo cree convencida, como todo lo que
escribe, o ha dicho con su dulce y firme voz, que suena a arpegios.
Le tumbo dos o tres tragos, mientras recordamos insólitas travesuras colectivas de aquella alegría, cuando fue directora de Juventud Rebelde, y ella era primero que todo la periodista gozosa o sufriente, la amiga y madre que cuidaba y defendía a su cría, incluso hasta vindicar ante miradas superiores a quien escribía inconformidades. Se batió por los difíciles.
Aunque su obra periodística sostiene y explica el Premio José Martí, la guantanamera lo merece también por su probado ascenso en las labores de dirección y edición en el periodismo cubano. No tuvo precoces catapultas ni padrinazgos. Y se labró su camino tropezando, cayéndose y volviéndose a levantar. No se parece a nadie y siempre promovió el talento y la brillantez, por complicados que fueran.
Porque Arleen se ha consagrado con el tiempo por caminos difíciles, sin cerebrales estrategias de ascensión a toda costa, desde que jovencita y graduada de Periodismo en la Universidad de Oriente fue corresponsal de Juventud Rebelde en la tierra del Guaso, y el perro que habla la empujara a la notoriedad. O con aquella primera crónica sobre la muerte del patriarca Negro Fino que le publicó el diario con alma, como ella sigue llamándolo.
Hablamos de su fecunda obra reporteril en Juventud Rebelde, con abordajes de asuntos cardinales de la sociedad cubana, que la entrenó para dirigir tempranamente, ya en La Habana, como jefa de información y luego subdirectora por varios años, bebiendo de las destrezas y pegadas de grandes periodistas, entre ellos su dios como editor: el gallego Ricardo Sáenz, ese mecenas y olfato profundo del gran periodismo.
Agradecida, recuerda que, cuando fue sustituida como directora de Juventud Rebelde, y la mantuvieron en una larga y azarosa espera para ubicarla como periodista de filas, fue Marina Menéndez quien m