Esto iba a comenzar así:
«Tony El Tuerca pesca camarones en el mismo puente del río Yumurí desde hace más de veinte años».
Después iba a hacer la historia de cómo prepara el engobe que utiliza para atraer a los camarones (esas bolas de fango mezcladas con peces y jaibas hervidas y machacadas), de los mosquitos y los jejenes que aparecen cuando comienza a oscurecer, de lo que pasa si otro pescador llega a tirar también sus redes, de las ganancias que obtiene…
En algún momento iba a hacer una digresión y explicar que el verbo «engobar» me parecía dudoso, que no aparece en el diccionario de la RAE. Después de algo de búsqueda en la red, lo encontré en el Diccionario histórico del Español de Canarias:
Engodar, engoar: Atraer a los peces con engodo.
Engodo: Cebo que se arroja al agua para atraer a los peces. También, en sentido figurado, en referencia a cualquier argucia, promesa o regalo que sirve para traer a una persona, engatusándola.
En este punto, imagino, me iba a salir algo en sentido figurado, una analogía, como si nosotros fuésemos los peces y el gobierno nos tirara migajas para atraernos… pero es que ya ni eso tienen para mantenernos más o menos entretenidos, comiendo algo, aunque fuese una trampa.
Probablemente retomaría aquí la historia de Tony, en el momento en que sube la red bastante cargada de boquerones que saltan sobre el asfalto del puente, que la muerte de ellos servirá para alimentar a unos cuantos humanos, cubanos; a unos cuantos de nosotros.
Mientras escribo, dos canciones servirían de banda sonora e inspiración: Oración del remanso, de Jorge Fandermole (…no pienses que nos perdiste, es que la pobreza nos pone tristes… Agua del río viejo, llévate pronto este canto lejos, que está aclarando y vamos pescando para vivir). La otra, precisamente, Como los peces, de Carlos Varela, una canción de 1995:
«Y los padres ya no quieren hablar de la situación, sobreviven prisioneros y acostumbran a callar, como los peces. Y en la cara de sus hijos hay una lágrima rodando… Lágrimas negras.
»Los muchachos hablan de desilusión y en silencio van al mar y se largan, como los peces. Y en la cara de la madre hay una lágrima… lágrimas negras».
Entonces, como ya está todo dicho en el arte y como la historia de Tony El Tuerca es la de tantos miles de padres que siguen aquí luchando, pese a todo, prefiero hablar de los camarones en sí. Y de la niña Olivia. Y de las ilusiones que no se cumplen.
Esto que sigue, fue o es, un cuento en versos que escribí ya hace diez años:
Hoy Olivia ha estudiado El Camarón Encantado. ¿Qué dijeron en la clase? ¡Que los deseos complace! ¿Y qué otra cosa dijeron? ¡Que no pide ni dinero!
—¡Esta es mi oportunidá de alegrar a mi mamá! —piensa Olivia—: Necesito hallar mi camaroncito. Hoy sí rompo la alcancía… ¿Dónde? ¿Dónde los vendían?
Y con media palangana —entre chiquita y mediana— de camarones regresa, y ahí la búsqueda empieza.
—Dime si eres tú, seguro, el camaroncito duro.
El primero no responde, ni se mueve, ni se esconde.
—Entonces tú, di: «lo juro, te sacaré del apuro».
El segundo y el tercero, igualitos que el primero, no respondían, no hablaban, ni se movían ni nadaban.
—¡Camaroncito bonito, despierta, te necesito! —suplica a su extraña audiencia ya perdiendo la paciencia.
A un lado está su alcancía hecha añicos, ¡y vacía!