Alejandro Gil Fernández pasó de ministro a desempleado y de desempleado a «delincuente» en menos de un mes. Es la misma persona, el mismo funcionario que le dio rostro a las sucesivas estrategias del gobierno cubano para sobrevivir a la crisis.
Gil fue tan impopular como la contracción económica. No pudo satisfacer, ni de casualidad, la necesidad ciudadana de un gurú, de un mago tecnocrático que salvara, con un poder sobrenatural, el hundimiento de un país.
A Gil se le pidieron imposibles. Ni siquiera se formó como economista. Su aptitud para el cargo, no obstante, estaba hecha a la medida de la economía que tenemos. Un modelo inspirado por el control antes que por la eficiencia, por el rentismo antes que por la producción, soviéticamente fracasado. Un modelo retórico y demorado que deja pasar el mejor momento para reformarse, por miedo, por pereza, y emprende medidas bajo presión cuando ya ha tocado fondo.
Nadie sabe bien cómo reflotar la economía cubana, pero le exigimos a Gil, en virtud de su cargo, que lo resolviera todo de inmediato. No podía hacerlo. La macroeconomía, como dirían los expertos, no es un espacio que se gobierne fácilmente desde una sola oficina.
Es probable que Gil supiera, desde su nombramiento, que no le tocaba resolver este problema matemático, sino más bien ser un coordinador y un portavoz de políticas que son responsabilidad última del Partido y, sobre todo, de las empresas militares.
Lo que tal vez