Mercedes siente fascinación por los niños, y de no ser por el rechazo involuntario que le producen los hospitales hubiese sido neonatóloga, como su mamá. Quizás por ello hoy, cuando han transcurrido más de veinticinco años del nacimiento de su primer hijo, tiene conciencia absoluta de que la maternidad fue el gran deseo de su vida.
“Con el varón la lactancia materna exclusiva fue por más de un año, porque cuando intenté introducirle los alimentos, a partir de los seis meses, fue imposible. Todo lo botaba. Cuando entró al círculo pasaba el día sin comer, hasta que yo llegaba con su tetica. Casi por casualidad descubrí que le gustaba el espagueti, y así pude «complementar» una lactancia que duró casi dos años y medio. Con mi hija la historia fue más larga, porque la lactancia duró cuatro años”.
Los beneficios de la leche materna los conocía a la perfección, pues más de una vez Mercedes escuchó a su madre hablar sobre ese asunto. Aun así, evoca los constantes cuestionamientos de vecinas y colegas: “tienes que darle malanga”, “agüita de arroz”, “los estás matando de hambre”. Eran, tal vez, los modelos de un contexto social que no privilegiaba la lactancia materna con la fuerza que hoy lo hace. De hecho, fuera del entorno médico que la rodeaba, no recuerda que se le prestara especial atención al tema. “Tal vez esa información no llegaba al Marianao profundo”, dice y suelta una carcajada.
Con solo un año, los niños de Mercedes parecen “bebés de compota”. En las fotos tienen las piernas y los brazos llenos de “rollitos”, y los cachetes de la niña sobresalen en un rostro de ojos negros pequeños y brillosos. “Mis períodos de lactancia fueron perfectos, no puedo describirlos de otra manera. Nunca sentí dolor en los pechos, no recuerdo siquiera una mordida, de ninguno de los dos, y ellos jamás tuvieron problemas con el peso o de otra índole”.
Dice Mercedes que lo hizo todo prácticamente sola. De sus padres recibió el apoyo mínimo, pues ambos trabajaban, y con el padre de los niños ocurría algo similar, pues su profesión lo mantenía largas temporadas fuera de casa. ¿Cómo lo logró? Una media sonrisa esquiva la pregunta, porque su “cómo” no tiene certezas, ni siquiera ahora que la adultez de los hijos le permite valorar la maternidad desde la experiencia de los años. “Hice lo que creí correcto desde mi estilo de vida, desde la mujer que era y los principios que tenía. Me agoté mucho, dejé de dormir mucho”.
Mercedes tiene ahora 56 años, es máster, profesora universitaria y madre. Lactó de manera exclusiva y a libre demanda durante años. Apostó por una educación sin maltratos físicos o psicológicos, y hasta la discusión del Código de las Familias no supo lo que era la “crianza respetuosa”.
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Durante la pandemia de COVID-19, etapa que evidenció —quizás como ninguna otra— la carga doméstica de quienes cuidamos, surgieron, a través de las redes sociales, grupos de acompañamiento enfocados en la maternidad. Básicamente, redes de apoyo para compartir conocimientos y experiencias asociados al embarazo, la lactancia, la alimentación y la educación temprana. Para quienes los conforman y participan de ellos de manera activa, han representado una alternativa para aligerar las cargas, sobre todo emocionales.
Sin embargo, salirse de los métodos de crianza que promueven estas comunidades, cada vez más populares, significa, cuando menos, que como cuidadora “lo estás haciendo mal”. La lactancia materna exclusiva como bandera, las clases dirigidas a las “mamis” para aprender sobre gestión emocional o la “policía” nutricional se venden como soluciones para todas las realidades, sin tener en cuenta lo individual de cada experiencia de cuidado.
¿Quiénes “cumplen” ya no seis meses, sino dos años la lactancia materna? ¿Quiénes tienen acceso a frutas, vegetales o cereales y pueden prescindir de la compota de la bodega? ¿Quién puede permitirse juguetes y espacios más respetuosos que acompañen la cr