Recuerdo haber escuchado en mi lejana adolescencia frases al estilo de «me encantan las películas mejicanas», «lo mío son las argentinas», «pues yo prefiero las francesas, las españolas y las americanas», etcétera. La pregunta que surgía inevitablemente era ¿todas las películas argentinas serán buenas, y, en ese caso, lo serán en razón de su nacionalidad? Entre una porteña y otra, digamos, colombiana o incluso noruega, ¿resultará sensato apostar a ciegas por la primera?
En un texto previo me he referido a otro lugar común de entonces; a saber, que las películas se clasificaban en buenas, regulares, malas y soviéticas. En los sesenta y setenta, para el espectador cubano promedio que acudía a la sala oscura para desconectar, el cine bolo era sinónimo de relatos bélicos, plomizas adaptaciones de época y, muy de tarde en tarde, alguna historia más o menos interesante: las fantasías La leyenda del zar Saltán (1967) y Ruslán y Liudmila (1972) de Alexander Ptushko, basadas en textos de Pushkin; la saga de Aventuras de los Incapturables, de Edmond Keosayan, etcétera. El idioma era otro problema: aunque se enseñaba ruso incluso por radio, a la gente le costaba digerir la prosodia, los tiempos verbales, las declinaciones eslavas. El resto del campo socialista aportaba de cuando en cuando algún título taquillero —El lobo de mar (1972), rumano-germana, basada en la novela de Jack London, me viene de inmediato a la mente— pero por lo general los títulos de mayor convocatoria eran de Europa occidental (la commedia italiana, el cine francés, español y británico) y norteamericanos. Es más, resultaban frecuentes las piezas producidas gracias a un esfuerzo mancomunado: películas franco-ítalo-hispano-británicas, o cualquier combinación parecida. Hubo hasta coproducciones ítal