La mayoría de las ideas que dan forma a todos los aspectos de nuestras vidas ya han sido desarrolladas cultural y sociológicamente. El amor, la forma en que experimentamos nuestra dimensión emocional con sus sentimientos, deseos y pasiones, no es una excepción de esta regla.
Desde la infancia, a las mujeres se nos enseña la noción del amor romántico, que se basa en la heterosexualidad, la monogamia y la procreación. Se nos enseña a soñar con príncipes azules, a buscar a nuestra «otra mitad» y a creer que «el amor todo lo puede» e incluso que «el amor duele». A medida que crecemos, se nos inculca que el propósito de la edad adulta es encontrar a un hombre que nos salve y nos complete, con el que casarnos y formar una familia.
Esta visión profundamente arraigada, impregnada de estereotipos de género, relega a las mujeres a la esfera doméstica y a las tareas de cuidado, mientras que los hombres trabajan, se desarrollan y participan en el ámbito público. En este ideal, no hay conflicto: las mujeres hacen lo que hacen por amor. También en nombre del amor muchas sacrifican su bienestar personal, renuncian a sus ambiciones profesionales e incluso toleran situaciones de violencia.
La feminista Kate Millet, de la segunda ola, decía en los años 70, cuando este movimiento social apenas empezaba a preguntarse por lo personal como algo político: «El amor ha sido el opio de las mujeres, como la religión el de las masas: mientras nosotras amábamos, los hombres gobernaban. Tal vez no se trate de que el amor en sí mismo sea malo, sino de la manera en que se empleó para engatusar a las mujeres y hacerlas dependientes, en todos los sentidos. Entre seres libres es otra cosa».
Después de experimentar unas cuantas relaciones románticas, me he dado cuenta de que el sexismo acecha en todas partes, incluso en hombres intelectuales con conciencia social. Sí, también en los que dicen ser aliados del movimiento feminista. Aprendí que el amor real, en efecto, es diferente.
Mirar hacia dentro y preguntarme por qué las mujeres necesitamos una pareja, buscamos validación externa, ansiamos atención o luchamos por no estar solas, fue el paso inicial que necesité para entenderme a mí misma y liberarme de las expectativas sociales. ¿Me estaba aferrando a la idea de que alguien me amaría y me aceptaría por lo que realmente soy, en lugar de centrarme en el amor en sí mismo? ¿Podemos, como mujeres, percibirnos como seres independientes? ¿Por qué nuestra valía depende siempre de a quién ofrecemos nuestra energía y nuestros proyectos? La respuesta es tan directa y sencilla como que arrastramos una cultura profundamente arraigada que nos dice que solo estamos hechas para amar.
Las aventuras y la independencia suelen parecer asuntos exclusivamente de hombres, algo ajeno a nuestra realidad. Como mujeres, tememos a la soledad porque nos han dicho que no somos nada sin alguien a nuestro lado. Desde la adolescencia, muchas de nosotras hemos perseguido sin descanso las relaciones sin permitirnos estar solteras durante un tiempo. Esta creencia nos inculca la idea de que cuando las mujeres no están en una relación, entonces están solas o incompletas. Como si siempre estuviéramos esperando a que esa otra persona venga a llenar un vacío. Aunque la sociedad intente convencernos de que el cuento de hadas del príncipe azul que nos salva la vida con un beso está pasado de moda, las mujeres solteras siguen enfrentándose a comentarios como «¿y el novio pa´ cuándo?». No importa si tienen una carrera de éxito, mantienen una vida sexual satisfactoria sin una pareja estable o, simplemente, decid