Prácticamente coincidiendo en la misma cartelera, dos obras de Alberto Pedro Torriente (1954-2005) han dado inicio al año teatral en la sala Adolfo Llauradó. Con el estreno de Manteca y la reposición de Mar nuestro, el nombre de uno de nuestros más agudos autores teatrales reaparece ante los espectadores, activando así la inevitable pregunta acerca de su valía, cuando han transcurrido varios años desde su desaparición física.
En estas casi dos décadas después de su muerte, varios títulos de su autoría han seguido en escena, o han alcanzado su estreno dentro y fuera de Cuba, confirmando que su ingenio y su palabra hablaban de una Cuba que sobrepasa modas y coyunturas. De la mano de Alberto Sarraín y el nuevo proyecto Tebas Teatro regresa ahora Manteca, que tuvo su premier en 1993; y con puesta en escena de Raúl Martín para su Teatro de La Luna nos llega Mar nuestro, que se dio a conocer antes en 1997. Miriam Lezcano, esposa del propio dramaturgo, las dirigió por vez primera con Teatro Mío, el colectivo que tuvo en ambos su principal eje creativo.
Volver a verlas, a oírlas, a confrontarlas, en los primeros días de este 2024 que también se anuncia difícil, es a la vez un reto y un reclamo que nos lanza Alberto Pedro, más allá de su desaparición.
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Para este mismo sitio ya he escrito acerca de Manteca, que cumplió el año pasado tres décadas desde su estreno y permanece en la memoria como uno de los momentos más vibrantes de la historia teatral cubana reciente. Su primera puesta en escena, en pleno Periodo Especial, significó un ajuste de cuentas con la memoria histórica y política del país, con el desencanto y la resistencia puesta a prueba en toda la Nación tras la caída del muro de Berlín, y una demostración acerca de cómo nuestras tablas podían articular una reflexión libre de panfletos acerca del vértigo de las utopías. Ya Alberto Pedro había prefigurado esa urgencia en textos anteriores, como Weekend en Bahía (1987) y Desamparado (1991, a partir de El maestro y Margarita de Bulgakov).
Tras algunas obras de juventud (Tema para Verónica, Finita Pantalones…) llegó Weekend en Bahía, resuelta como una pieza para dos actores que interpretan a Mayra y Esteban, a lo largo de toda una noche en un apartamento de ese periférico barrio habanero. También llevada a la televisión, y reimaginada luego por el cineasta Lester Hamlet bajo el título de Ya no es antes (2017), demostró que el teatro cubano podía abordar temas como el exilio, la ruptura y el reencuentro, los tabúes —no solo sexuales sino también políticos— como un acto de exorcismo, a través de un diálogo vivo con una realidad que para la fecha de su estreno aún parecía casi perfecta.
Esa ilusión ya no es tan palpable en Desamparado, y poco a poco la reflexión sobre esas confrontaciones se va haciendo más intensa, tanto como menos realista el lenguaje y las convenciones que proponen sus textos, hasta llegar a la alucinación —la Nación como un cabaret poblado de locos o fantasmas, a punto de ser demolido— que se visualiza en Delirio habanero.
Entre toda su producción, analizada por críticos como Vivian Martínez Tabares, hay obras más poderosas y contundentes, pero siempre está presente el sello cuestionador que moviliza todas sus palabras. Ingenioso, chispeante, provocador y jodedor, Alberto Pedro era él mismo un personaje de su teatro. Un actor y poeta que escribía para la escena, y que pudo comprobar la eficacia de sus textos no solo en Cuba, sino en otras naciones (España, Colombia, Puerto Rico, Estados Unidos, Francia, etcétera). En el año 2009, al firmar el prólogo del tomo que recopila casi toda su dramaturgia (Teatro Mío, Letras Cubanas), Martínez Tabares afirmó:
«Motivado por escribir un teatro que conmoviera al espectador y examinara valores éticos, políticos, sociales, morales y estéticos, al tiempo que por encontrar lo universal y lo imperecedero en los sucesos más cotidianos de la vida que le rodeaba, Alberto Pedro se propuso distanciar al público por la vía del cuestionamiento, provocarlo a mover los sentimientos y la razón, a repensar su realidad para entenderla mejor y ajustar conductas y percepciones».
hay obras más poderosas y contundentes, pero siempre está presente el sello cuestionador que moviliza todas sus palabras
Ver ahora estos dos textos suyos —una de sus obras más logradas y otra en la que, aún sin esa intensidad, pone en juego su capacidad para llevarnos lejos de otras zonas de confort—, es una invitación que no debe desaprovecharse para releerlo en escena. Ese privilegio que todo autor teatral sabe que viene a ser un acto de vida sencillamente impostergable.
Manteca, en la puesta de Miriam Lezcano nunca tuvo un opening oficial, pues la autorización para tal cosa se demoraba, y finalmente llegó a su encuentro con los espectadores en un ambiente matizado por las carencias del Periodo Especial, aprovechando la luz natural que se filtraba por las ventanas de la sala, acompañado por la interpretación en vivo de «Manteca», el tema de Chano Pozo que da su título a esta pieza. Algo de confabulación había en aquel espectáculo, una vibración que conectaba de modo muy singular al público y al elenco (Celia García o Mabel Roch, Jorge Cao y Michaelis Cué). Ellos fueron los primeros rostros de estos tres hermanos (Dulce, Pucho y Celestino), de ideas tan distintas, pero conjurados en el empeño clandestino de criar a un puerco en