Llegamos a la funeraria antes del muerto, antes de los carros de servicios necrológicos, antes de saber que los cadáveres hacían colas, antes de la autopsia en el hospital, antes de todo. La oficina parecía un ataúd pequeño, con buró de madera, papeles fotocopiados, dintel curvo –como la parte superior de una caja, tamaño humano promedio– y una salida al fondo, que en cualquier momento alguien taparía.
M, el hijo, se sentó frente a la mesa en una de las sillas para familiares. Z, la hija, en la otra. Yo me quedé de pie entre ambos, esperando las primeras palabras del coordinador.
—Para el crematorio se dan seis turnos a la población y dos para dirección —soltó en carretilla—. Si el fallecido demora 24 horas sin llegar al crematorio, aunque tengan el turno, ya no clasifica para cremar, así que hay que ir directo a enterrar.
—¿Directo a enterrar? —Z alzó la voz con indignación y se le mezcló con acento italiano— ¡Pero ella no quería nada de eso! —y me miró con las manos en forma de capullo como quien dice Non capisco niente.
—¿Dirección? —pregunté yo— ¿Qué cosa es eso?
Z se encogió de hombros cuando ¡Ay mi hijo!, gritó una mujer en la capilla a nuestras espaldas. Ambas nos giramos a ver qué pasaba más allá de la oficina-ataúd del coordinador. ¡Ay mi hijo!, volvió a decir entre sollozos, inundando el aire caliente de la funeraria.
—¿Y a quién dejaron en el hospital? —la voz del coordinador nos agarró por sorpresa.
—¿Dejar a alguien? —preguntó M.
—Si ustedes no dejaron a nadie allí, echan el cadáver a un lado y cuelan a otro que sí tenga la familia allí haciendo presión —con sus espejuelos amarillentos a punta de nariz el coordinador mira un documento y hace una advertencia—, los muertos no se pueden dejar así allí.
Sí, claro, quién lo hubiera previsto, los muertos no pueden quedarse solos, hay que cuidarlos, los muertos necesitan que los ayuden con el turno. La cola de los muertos también tiene coleros y hay que evitar que otro muerto se cuele, a no ser que sea el tuyo. Sobre todo si es pasado el mediodía, la noche viene corriendo, y corriendo se va la gente a su casa, y corriendo se van las horas en que los muertos cumplen y sobrecumplen el tiempo reglamentario de un día. Cremar es un privilegio. Tienes que llegar a tiempo, ser parte de los seis permitidos de la población, porque dirección no sabemos qué es, aunque parece ser un eslabón más arriba de muertos privilegiados. Y tiene sentido, porque como aquí esos son los menos, pues hay pocas plazas.
—¿Y entonces? —pregunta Z, que llegó hace dos días a Cuba.
Pausa:
M se pasa la mano por la cabeza. Sé que está desesperado. Sé que quiere gritar. Lo conozco. Quiere gritar pero se contiene. Siempre hace lo mismo, encerrarse, no sé dónde, nunca alcanzo a ver dónde pero es lo que hace. Lo conozco.
Fin de la pausa.
—Voy a llamar a Fulana —dice resuelto y empieza a buscar un contacto en el celular.
Z vuelve a mirarme con ese gesto de las manos: Non capisco niente.
—Fulana, ¿tú todavía estás en el hospital? Porque necesito que te llegues a admisión.
Fulana ya estaba en la parada, pero va a cruzar la calle para regresar al hospital. Todo depende de eso: la cola, el turno, el crematorio, los privilegios.
El coordinador coordina las muertes —lamentablemente— jamás coordinadas de los que se han ido para des-coordinar familias y lanzarlas a su buró de coordinaciones. Y si no coordina, advierte, para que coordinen otros la cola, el turno, el crematorio y los privilegios.
—¡Pero no la pueden enterrar! —Z se gira al coordinador y repite lo que ya sabemos—. ¡Ella no quería eso!
—No se preocupe —dice el coordinador en un tono hasta ahora inédito—. Vamos a ver qué podemos res