MIAMI, Estados Unidos. – Conocí a Mina Novick una tarde dominical de enero de este año en su propio apartamento de Sunny Isles y gracias Julia Velázquez, quien la acompaña y quien primero me habló de ella. A Mina, en la Cuba de otros tiempos, la hubiéramos llamado “Doña Mina”, pues acaba de cumplir 100 años y, dato excepcional, goza de excelente salud y memoria, y es completamente autónoma.
Durante mi visita, en la que me acompañaba también mi madre, empezaron a desfilar vecinos, casi todos rondando como ella el siglo de vida, con quienes comparte el mismo edificio desde hace décadas. Uno vino a traerle, como cada día, El Nuevo Herald, otro a conversar y una tercera a saludarla. De modo que, un poco en broma, un poco en serio, le pregunté qué le echaban al agua de aquel edificio de Sunny Isles para que llegaran todos a tan avanzadas edades y en tan buen estado físico y mental.
Pero también la dulzura, el trato afable, la amabilidad y suavidad de gestos, así como su perfecta dicción en español, hacen de Mina un ser excepcional. No ha perdido tampoco, a pesar de más de seis décadas de exilio, su amor por Cuba, la tierra que acogió a sus padres cuando emigraron desde Austria después de la Primera Guerra Mundial.
En el transcurso de mi primera visita fue que me di cuenta de que valía la pena entrevistarla. Y regresé, una semana después, para hacerlo. Siempre digo que no hay persona de origen judío sin una historia interesante detrás, a pesar de que casi siempre esta tenga relación con éxodos, persecuciones, obstáculos y vidas truncas y recomenzadas, casi siempre con el éxito que impone la propia incertidumbre y los avatares de la Historia. La vida de Mina confirma mi idea y es mejor que sea ella quien nos la cuente.
―Empezaremos, como con todos mis entrevistados, por sus orígenes y la manera en que Cuba apareció en sus vidas.
―Mi padre, Samuel Weber, era un judío askenazí, nacido en Chorostkow, un pueblo que perteneció al Imperio Austro-Húngaro, pero que tras su disolución en 1918 comenzó a formar parte de Polonia y, finalmente, fue ocupado por el Ejército Rojo en 1939 y anexado por la Unión Soviética. Hoy es parte de Ucrania. Su madre, Hashe Weisbrot, nació en otro pueblo de ese mismo Imperio que corrió con suerte similar y tuvo, además de a mi padre, a dos hijos más: Moisés y Julius.
Sarah Weister, mi madre, venía también de un pueblo austríaco; su madre falleció cuando ella tenía 15 años. Su padre, Abraham, era sastre en ese pueblo. A mi madre la enviaron en una caravana con otros paisanos a Siberia pero el gobierno estadounidense se enteró de aquel traslado forzoso y protestó, de modo que los devolvieron. La historia que contaban es que, al regreso, encontraron que el pueblo había sido destruido y es la razón por la que fueron acogidos en el de mi padre. De modo que así fue como se conocieron.
Mis padres se casaron en Polonia, y como deseaban emigrar a Estados Unidos, donde ya teníamos familiares, se enteraron de que Washington no estaba autorizando la entrada de emigrantes judíos a su territorio. A mi padre le comunicaron que el Gobierno de “una isla llamada Cuba” estaba dando visas. Dada la proximidad geográfica hizo las gestiones pertinentes y obtuvieron la famosa visa. Viajaron entonces en barco de Polonia a Francia y, desde ese país, en un trasatlántico a La Habana, ciudad a la que llegaron en 1920. Inmediatamente se sintieron a gusto, y tanto que, cuando les avisaron de que ya podían emigrar a Estados Unidos mi padre dijo que su país era Cuba y que ellos estaban muy bien allí. Por eso nací en Candelaria, pueblo de la provincia de Pinar del Río, en 1923.
―¿Por qué Candelaria? ¿Qué recuerdos tiene de ese pueblo? ¿Cursó allí su primera escolaridad?
―Candelaria era un pueblo pequeño fundado a principios del siglo XIX y cuya economía se basaba fundamentalmente en los cultivos de tabaco y café. Había dos familias conocidas, los Amador y los Llera. También dos familias judías, los Goldenberg y los Waxman. Yo sospecho que fue por estas que mis padres se instalaron allí. La atracción turística fundamental era el salto de Soroa, cascada que se encontraba en el territorio de la municipalidad.
En ese pueblo mi padre puso una tienda de ropa. Recuerdo que el único hotel y restaurante se llamaba Núñez. La escuela primaria, hasta el quinto grado, la hice en una academia privada cuyo dueño y maestro era Pepe Lavandera, un maestro cuya buena reputación era conocida en toda la región.
―¿Y luego?
―En 1933 la situación económica con la crisis del final del gobierno de Gerardo Machado no era buena. Para colmos, y tal vez por eso, robaron en la tienda de mi padre, instalada en un edificio que alquilaba a José y Benigno, dos españoles. Con lo del robo, mi madre se puso muy nerviosa y no quiso seguir viviendo allí. Así que, cuando yo cumplí los 12 años, decidieron mudarse para Marianao, en La Habana, pues alguien le dijo a mi padre que estaban vendiendo una tienda en ese barrio. Y eso, a pesar de que la policía había logrado arrestar a los ladrones de la tienda en el momento en que intentaban vender en una casa de empeño parte de la mercancía que habían robado.
Una vez en Marianao, me matricularon en el Instituto de Segunda Enseñanza, del que siempre recordaré con admiración a la Dra. Torres, mi maestra de Matemáticas. Vivimos allí hasta 1937, de modo que pude terminar el bachillerato en este lugar.
―¿Tenían relaciones con la comunidad judía? ¿Practicaban la religión hebrea?
―En Candelaria no había sinagoga. La única que cumplía con cie