Napoleon, de Ridley Scott, es como la vieja fórmula a base de aceite de hígado de bacalao: tiene algunos efectos positivos pero, decididamente, sabe a rayos.
A mi modo de ver, la pieza homónima de 1927 dirigida por Abel Gance es insuperable, aunque sea muda, dure entre cuatro y diez horas (según la versión) y nos relate la vida del Emperador hasta 1796, esto es, ocho años antes de su coronación. Ya sé lo snob que suena una afirmación como esa, así que solo puedo recomendar que vean la película antes de opinar. Ni Waterloo (1970) de Serguéi Bondarchuk ni tantas otras dedicadas total o parcialmente al corso logran la grandeza de aquella.
Por consiguiente, Ridley Scott sabía que no la tenía fácil cuando se lanzó a la aventura. Y su versión es un gran espectáculo, qué duda cabe, con las batallas mostradas en dadivosos planos generales que alternan con perturbadores planos medios de los soldados luchando y muriendo, de caballos hundiéndose entre hielos rotos o con el pecho destrozado por una bala de cañón. La recreación de Austerlitz, en particular, es espléndida. Después de todo, estamos hablando del realizador de The duellists (1977), Alien (1979), Blade Runner (1982), Thelma and Louise (1991), Gladiator (2000)… Desde luego, Scott sabe dónde emplazar la cámara y cómo se compone una escena. Cualquiera de esos trabajos bastaría por sí solo para ganarle un lugar conspicuo en la historia del cine.
Pero vayamos al grano. Para empezar, Joaquin Phoenix es un error de casting. No me entiendan mal, se trata de un estupendo actor, con su Óscar en 2020 por Joker y todo… pero un estupendo actor demasiado viejo para el personaje del gran corso. Y no solo eso, sino que nos entrega una interpretación mediocre, como si se si