«Educar es depositar en cada hombre toda la obra humana que le ha antecedido, es hacer a cada hombre resumen del mundo viviente, hasta el día en que vive; es ponerlo a nivel de su tiempo, para que flote sobre él y no dejarlo debajo de su tiempo, con lo que no podrá salir a flote, es preparar al hombre para la vida».
No más. La genialidad de la prédica martiana, por excelencia humanista, nos atraviesa desde esa concepción de que el hombre se salva educándose, porque nada lo va a preparar más que saber qué y cómo hacer ante los retos de su existencia.
En esa mirada, aun cuando en sus textos no aparece el término Cultura Física –lo cual es lógico, pues, como lo conocemos hoy, esa expresión cobra fuerza en el siglo XX, sobre todo, en Europa– apreció la importancia que tienen los ejercicios físicos y la necesidad de estos para la salud mental. En La Edad de Oro se lee: «Los pueblos, lo mismo que los niños, necesitan de tiempo, algo así como correr mucho, reírse mucho y dar gritos y saltos».
No era lo que se llama un portento físico, pero sí interpretó, también como pocos, las potencialidades y la trascendencia de cultivar el cuerpo. Dijo que no hay nada que embellezca como el ejercicio de sí mismo, ni nada que afee como el desdén o la pereza o el miedo de poner nuestras fuerzas en ejercicios.
Practicó el ajedrez entre 1875 y 1877, en México y Guatemala, pero posiblemente solo quede anotada la partida que lo puso delante del niñito mexicano Andrés L. Viezca, para regalarnos la tierna frase «ese hombre de La Edad de Oro es mi