Es fácil deducir que aquel niño, a quien nunca lo habían apartado de su hogar, quedara maravillado al llegar a ese sitio sureño de la geografía matancera conocido como Caimito de Hanábana, rodeado de animales y de atributos de la naturaleza.
La vida campestre y los hallazgos continuos de aquel mundo debió ser, hasta cierto punto, algo divertido para un niño de apenas nueve años de edad, que ahora, además, iba a intimar definitivamente con su padre, hombre, aunque de buen corazón, sobrio en ternuras.
Hacia dicho lugar, situado a unos seis kilómetros de la localidad de Amarillas, en el actual municipio de Calimete, emprendieron viaje padre e hijo, el 13 de abril de 1862, la mayor parte del trayecto en tren.
Don Mariano había sido nombrado capitán juez pedáneo en Caimito de Hanábana, comarca que en aquel momento pertenecía a la jurisdicción de Colón o Nueva Bermeja, en la Ciénaga de Zapata.
A solicitud del padre, y gracias a su excelente caligrafía y la virtud de leer con facilidad, el menor ayudaría con los documentos que hubiera que escribir, como una especie de secretario.
Aunque no abundan las evidencias, algunos historiadores creen descubrir claves importantes de su permanencia en aquel paraje, para distinguir la vida posterior de